La máquina de desaparecer
En México, las Madres Buscadoras hacen lo que el Estado no hace: buscan a sus hijos
Guadalajara. Doce mujeres reunidas. “Busco a mi esposo. Desapareció en 2011″, dijo Griselda. “Mi esposo desapareció en 2019″, dijo una visitadora médica. “Yo tengo a mi hijo ausente”, dijo una mujer mayor, elegante. No tenían mucho en común (jóvenes y viejas, profesionales y analfabetas), salvo el varón que faltaba: marido, hijo, todos desaparecidos. Los buscaban solas. Habían rastreado en andurriales, preguntado a gente a la que no conviene preguntarle nada, presentado sus hallazgos a la Fiscalía. Jamás les hicieron caso: “Cuando fui ―dijo Griselda― me dijeron: “No busques porque te vas a ir tú también y se van a quedar tus niños solos”. Una de ellas, Adela, era indígena otomí. Su hijo mayor, Aron, había desaparecido en 2017. Alguien que se identificó como policía la llamó y le pidió 1.700 dólares para devolverlo. Ella exigió hablar con Aron. Se lo pasaron y le habló en otomí, para comprobar que era: “Hijo, ¿son policías?”; “Amá, no sé, me tienen con los ojos vendados”. Adela juntó plata, pagó. Aron no apareció nunca. Este año, México superó los 100.000 desaparecidos. Desde 2006, cuando Felipe Calderón inició la guerra contra el narco, el número aumentó: 17.000 durante su Gobierno, 35.000 en el siguiente, más de 31.000 en el actual. Según Naciones Unidas, la delincuencia organizada es “un perpetrador central (…) con connivencia, participación u omisión de servidores públicos”. Las Madres Buscadoras ―este año asesinaron a cinco― hacen lo que el Estado no hace: buscan a sus desaparecidos. Las de Guadalajara no estaban organizadas ni se conocían entre sí. Alguien, al despedirnos, dijo sentir admiración por ellas. Yo también. Pero lo que más siento es desprecio por un sistema que permite ―propicia― la existencia de una máquina de aniquilar personas, y no puede ―no quiere― obligarla a devolver ―aunque sea― sus huesos.
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