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ELECCIONES 23-J
Tribuna
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El papel del Rey en el proceso de investidura

El jefe del Estado no tiene necesariamente por qué proponer como candidato a presidente al líder del partido con más votos o escaños, sino al que, tras la ronda de consultas con grupos políticos, perciba que tenga más opciones de articular una mayoría parlamentaria en el Congreso

Pedro Sanchez y Felipe VI
De izquierda a derecha, el presidente en funciones, Pedro Sánchez, el rey Felipe VI, la presidenta del Congreso, Meritxell Batet, y el líder del PP, Alberto Núñez Feijóo, el 10 de julio de 2022 en Ermua.Ion Alcoba (Europa Press)

La Constitución Española diseña una democracia parlamentaria en la que los votantes eligen directamente al Parlamento, que es el órgano representativo que después conferirá legitimidad democrática al Gobierno. En modelos de parlamentarismo positivo, como el español, esa confianza parlamentaria surge de un procedimiento, llamado investidura, que culmina con una votación expresa que permite constatar la existencia de dicha confianza. En la forma de gobierno parlamentaria existe, pues, una corriente de legitimidad que brota del cuerpo electoral, discurre por el Parlamento y desemboca en el Gobierno. Todo ello determina que el Gobierno esté jurídicamente subordinado al Parlamento: debe rendir cuentas ante él periódicamente y, llegado el caso, el Parlamento puede retirarle la confianza a través de mecanismos como la moción de censura o la cuestión de confianza.

El Congreso de los Diputados es la Cámara que participa en exclusiva (el Senado no interviene a este respecto) en el otorgamiento de la confianza al presidente del Gobierno, quien posteriormente se encargará de proponer al resto de miembros que lo conforman. Hay dos formas de investir a un presidente del Gobierno: la ordinaria; y la extraordinaria, que es la moción de censura constructiva. El procedimiento ordinario de investidura es el que tiene lugar tras las elecciones, aunque también se activaría en caso de dimisión o fallecimiento del presidente del Gobierno o en el supuesto de no salir adelante una cuestión de confianza.

Cuando se renueva la composición del Congreso tras las elecciones, se inicia una ronda de consultas del Rey con los distintos grupos políticos que han logrado representación parlamentaria. Ese proceso de consultas regias está orientado a la propuesta de un candidato a la Presidencia del Gobierno, que contará con el refrendo del presidente del Congreso. Dicho candidato expondrá ante la Cámara el programa político del Gobierno que aspira a formar y solicitará la confianza del Congreso. Para que se entienda concedida la confianza parlamentaria, debe alcanzarse en una primera votación la mayoría absoluta (voto afirmativo de 176 o más diputados); si no se alcanza dicha mayoría, debe lograrse en una segunda votación la mayoría simple (más votos afirmativos que negativos, sin tener en cuenta las abstenciones). En caso de no alcanzarse las mayorías exigidas en ninguna de las dos votaciones, se tramitarán nuevas propuestas, es decir, se reanudarán las consultas regias en busca de algún candidato que pueda estar en condiciones de reunir la mayoría necesaria. Pero ese proceso no puede extenderse sine die: si, a partir de la primera votación de investidura, transcurren dos meses sin que ningún candidato haya obtenido la confianza del Congreso, el Rey debe disolver las Cortes Generales y convocar nuevas elecciones con el refrendo del presidente del Congreso.

Me gustaría detenerme en la ronda de consultas. La forma política del Estado español es la Monarquía parlamentaria, estadio final en la evolución histórica de las formas monárquicas, y única que ha logrado conciliar los principios monárquico y democrático. A diferencia de la jefatura del Estado republicana, caracterizada por su carácter electivo y su desempeño temporal, la jefatura del Estado monárquica se define por su carácter hereditario y vitalicio. Lo anterior implica, en un régimen democrático, que las funciones del Rey se mueven en el plano simbólico. Por eso, para que sus actos constitucionales sean jurídicamente válidos, deben estar necesariamente refrendados por el presidente del Gobierno, por un ministro o por el presidente del Congreso, que son quienes responden de ellos. Las intervenciones del Jefe del Estado deben estar siempre impulsadas y respaldadas por alguna autoridad identificable como eslabón en la cadena de legitimidad que conecta a los ciudadanos con los poderes Legislativo y Ejecutivo. El Rey no puede actuar constitucionalmente solo, siempre requiere del impulso de otro, que es quien se responsabiliza de la legalidad y la oportunidad del acto. Que se trate de actos debidos, que el Rey carezca de poderes propios, es lo que explica que su figura sea jurídica y políticamente irresponsable.

Un correcto entendimiento de nuestra monarquía parlamentaria, a la luz también de la evolución de las monarquías parlamentarias europeas con las que debemos compararnos, exige que interpretemos de forma necesariamente restrictiva el margen de actuación del Rey durante el procedimiento de investidura. El Rey debe mantenerse en todo momento en una posición neutral y prudentemente alejada del juego político.

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Este panorama se complica cuando el resultado electoral, transformados los votos en escaños, dista de arrojar una mayoría parlamentaria nítida, como acaba de ocurrir en las elecciones generales del pasado 23 de julio. En esos casos en los que, a falta de mayorías claras, líderes de diferentes partidos pueden llegar a pugnar por ser propuestos como candidatos a la investidura, el Rey debe extremar las cautelas y no comprometer su neutralidad. La premisa es que los resultados electorales, en su reflejo parlamentario, delimitan el perímetro de propuestas posibles. A partir de ahí, son los representantes de los distintos partidos quienes deben transmitir al jefe del Estado cuál es el candidato que, en su opinión, está en mejores condiciones de obtener la confianza del Congreso, es decir, deben acudir a las consultas con los deberes hechos. No debe el Rey, en ningún caso, involucrarse en las negociaciones y actuar como una suerte de mediador entre las distintas fuerzas políticas para tratar de aproximar las posiciones de los diferentes actores concernidos con el fin último de trenzar un acuerdo en torno a un candidato viable. Ese es precisamente el tipo de comportamiento proactivo que el Rey debe evitar a toda costa y que, a mi modo de ver, estaría en mejores condiciones de asumir la Presidencia del Congreso. No en vano, la tendencia histórica en la práctica totalidad de monarquías parlamentarias apunta a excluir por completo al Rey del procedimiento de investidura o a situarle en un discreto segundo plano, trasladando el protagonismo a terceros, como pueden ser el primer ministro en funciones o el informateur, figura esta última encargada de auscultar posibles candidatos factibles y de mantener informado al Rey sobre la evolución de las negociaciones políticas.

Ahora bien, para que la Presidencia del Congreso pueda desempeñar adecuadamente esa función, debe saber interpretar cuál su papel institucional, que debe estar guiado por el principio de imparcialidad. El presidente del Congreso debe comprender que, en su labor al frente de la institución parlamentaria, debe, frente a otro tipo de estímulos, priorizar el cumplimiento de la Constitución y el Reglamento de la Cámara, salvaguardar los derechos de los diputados y velar por el interés general. Su rol institucional exige no estar supeditado a los intereses del partido al que pertenece o a la mayoría parlamentaria a la que debe el cargo. En el procedimiento de investidura, esa actitud se traduciría en proponer a un candidato a la Presidencia del Gobierno que coincida con el que tenga más opciones de aglutinar una mayoría parlamentaria, así como en manejar los tiempos parlamentarios sin su instrumentalización al servicio de intereses partidistas.

Con independencia de lo anterior, en el escenario actual, el Rey, a mi juicio, no tiene necesariamente por qué proponer como candidato a la investidura al líder del partido con más votos o escaños. En mi opinión, el Rey tendrá que proponer al candidato que, tras la ronda de consultas con los representantes de los distintos grupos políticos con representación, perciba que tenga más opciones de articular una mayoría parlamentaria en el Congreso. Sólo en caso de constatar que ningún candidato cuenta con opciones razonables de conformar una mayoría parlamentaria suficiente podría recurrir a otros criterios supletorios, como proponer al líder del partido con mayor fuerza electoral y parlamentaria; pero únicamente como fórmula subsidiaria para iniciar el cómputo de dos meses que permite accionar el mecanismo de disolución automática de las Cámaras y nueva convocatoria electoral.

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