Una juguetería cerrada
Cualquier cosa inocente que cuentan los niños tiene una profundidad extraña. Son como sopas de letras, no siempre se pueden leer de izquierda a derecha
Lobo Antunes hace años en EL PAÍS contaba así su experiencia con la salud y sus delicados puntos de encuentro: “¿Sabe lo que más me impresionó del hospital? La inmensa dignidad de la gente, de los enfermos de la planta de Oncología. Todos eran príncipes. Era un hospital del Estado, así que había gente pobre, portándose con una dignidad de aristócratas, con coraje, nunca les oí una queja, a nadie oí rogar, o pedir ‘sálvame’. La gente aguantaba callada, sonriendo, saludándote, deseándote que mejoraras, muchos de ellos con metástasis por todas partes. Sabías que se iban a morir, y se morían sin quejarse, sin miedo. Yo he visto a gente borrarse de miedo en la guerra. Y el espectáculo de la cobardía es horrible. Vi a un teniente así: todos los oficiales le daban puntapiés y le insultaban, y el tipo no hacía otra cosa que llorar. La cobardía, físicamente, es fea”. A mí, sin embargo, siempre me pareció que ser cobarde es un derecho y, en ocasiones, un deber. Aunque sea físicamente feo. Y el miedo es libre, y una guerra no es una enfermedad, y más cosas que se me ocurren pero no les doy forma. El titular de la entrevista que le hizo Antonio Jiménez Barca es primoroso: “Nadie escribe como yo. Tampoco yo”. Yo, que sin embargo sí escribo como yo, apuro los problemas de ansiedad sin problemas aún de cobardía y haciendo puzzles. Mi madre me contó que cuando era niño hacía puzzles de tal forma que me llevaba a las casas de sus amigas en plan gira de niño pianista. Cuando ya me estaba viniendo arriba aclaró que eran puzzles de cubos y que yo tenía unos 14 años. Tengo una amiga que es una fanática de los puzzles y hace una semana apareció con uno sin avisar en casa de mis padres cuando estábamos a punto de cenar. Al final acabamos todos echándole una mano para que lo terminase y se fuese. El que más ayudó fue mi hijo, que era el que más hambre tenía. Al día siguiente, de camino al colegio, mi hijo me contó su sueño de esa noche. Yo le regalaba mi disfraz de Spiderman (el primero que tuve, siempre le hablo de él) y, cuando se lo ponía, veía que había un botoncito en la manga. Pensó que era para tirar telarañas, pero al pulsarlo se convirtió en El Hombre Invisible. Así pasa también con los superpoderes de la gente normal. Gracias a mi hijo he aprendido que cualquier cosa inocente que cuentan los niños tiene una profundidad extraña. Son como sopas de letras, no siempre se pueden leer de izquierda a derecha. Es imposible imaginarlos.
Recuerdo cuando una juguetería de Sanxenxo echó el cierre y le dije, en Navidad: “Tengo una mala noticia, pero prefiero enseñártela a decírtela”. Llevar a un niño en víspera de Reyes a ver su juguetería favorita cerrada para siempre era algo que tenía pendiente en el concurso de mejor padre del mundo. A mitad de camino se giró dramáticamente hacia mí: “¿Cerró Capitán Juguete?”. Asentí consternado mientras él subía las escaleras de la playa, fue hacia el escaparate vacío a abrazarse con él y me pidió que le hiciese una foto, la última, frente a esa tienda sin estantes y con papeles por el suelo. Me dio tanta pena que le dije sin mucha convicción: “¡Pues mira cómo han dejado los Reyes Magos esta juguetería!”. Si ya le cuesta creer en los Reyes, imaginen en mí. Pero si, como dice Lobo Antunes, la cobardía es fea, la ilusión es todo lo contrario.
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