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ELECCIONES 23-J
Columna
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Debates arriesgados: cuando Romney destrozó a Obama

El veterano aspirante republicano despachó al presidente en el primer cara a cara de la campaña de 2012, cuyo contexto guarda algunas similitudes con el duelo del lunes entre Sánchez y Feijóo

Mitt Rommney y Barack Obama intercambian opiniones en un momento de uno de los debates de las elecciones de 2012.
Mitt Rommney y Barack Obama intercambian opiniones en un momento de uno de los debates de las elecciones de 2012.Rick WILIKIN (AFP)
Pablo Ximénez de Sandoval

El 3 de octubre de 2012, un presidente progresista de Estados Unidos, guapo, de 50 años, que daba muy bien en televisión y destacaba por su elocuencia, se vio desbordado por un aspirante conservador, mayor que él, con fama de soso, en un debate en televisión ante más de 60 millones de espectadores. Era el primer debate de aquella campaña presidencial y Mitt Romney, sólido y calmado, despachó a Barack Obama de una manera parecida a como Alberto Núñez Feijóo salió vencedor, dice el consenso, del debate con Pedro Sánchez el lunes por la noche. Parte del contexto de aquella campaña rima en la España actual, más allá de las diferencias entre las formas políticas y los protagonistas.

Obama había sido presidente de manera sorpresiva. Se impuso como candidato en unas primarias en las que venció irrumpiendo ante pesos pesados como Joe Biden y Hillary Clinton. Era joven, guapo, articulado. Se le criticaba por excesivamente ambicioso y arrogante. Le aupó una parte progresista y joven del Partido Demócrata que rechazaba a la vieja guardia. Después de cuatro años de mandato, había conseguido recuperar la economía de circunstancias catastróficas tras la crisis financiera e inmobiliaria. Para el progresismo demócrata, se había quedado corto respecto a las expectativas iniciales. Para el Partido Republicano, era un peligroso izquierdista en manos de radicales que amenazaban la esencia de América.

En el lado republicano, Romney era, simplemente, el “siguiente en la fila” de la vieja guardia republicana para ser candidato. Por entonces, una rama radical de la derecha comenzaba a hacerse presente en el debate público estadounidense a través de personajes como Newt Gringrich o un tal Donald Trump, que agitaba locuras conspirancionistas en una espiral alimentada por las redes sociales (Twitter acababa de nacer) que solo iría a peor. Romney había sido gobernador de Massachussetts y llevaba toda la vida ahí. Se le criticaba porque no se sabía bien que pensaba sobre nada y no era lo bastante conservador. Se impuso en unas primarias en las que quedó muy claro que esa veta virulenta de los republicanos estaba ganando poder, aunque finalmente se decidieran por el veterano moderado. Romney se pasó la campaña haciendo equilibrios para no perder a los extremos.

Los demócratas llegaban a 2012 de ser absolutamente vapuleados en las elecciones de medio mandato de 2010. La reacción republicana ante la victoria de Obama, alimentada por esa veta ultraconservadora, consiguió ganar seis senadores, seis gobernaturas estatales y más de 60 escaños en la Cámara. Una debacle demócrata. Para la reelección, Obama decidió asumir todo el protagonismo en medios, redes y videos de YouTube en los que de una manera calmada y directa explicaba los éxitos de su mandato, decía humildemente que quedaba mucho por hacer y reclamaba el voto para seguir avanzando, en vez de retroceder.

Pero Obama detestaba los debates. El presidente era capaz de electrizar a un auditorio en cualquier formato, incluso miles de kilómetros de distancia y en otro idioma a través de internet. Tanto en Illinois como en el Senado destacó desde el principio como un orador especial. No digamos en aquella legendaria campaña de primarias. Pero los debates en televisión le parecían banales, porque se le da demasiada importancia a las formas sobre el fondo de lo que se dice.

La historia de aquel debate se resume en un exceso de confianza por parte de Obama, claramente mejor orador y más telegénico que Romney, cualidades que no sirvieron de nada. Obama hacía muecas, ponía sonrisas y mascullaba cosas bajo las intervenciones sólidas, bien escritas y bien aprendidas de Romney. Las extraordinarias habilidades comunicativas del presidente no se hicieron presentes. Obama parecía buscar las palabras en su cabeza y no terminaba las frases con la contundencia de sus discursos. Lo llevaba mal preparado, en definitiva. Transmitió la sensación de que había acudido al debate con mucha confianza en su carisma personal y no tenía respuestas para un Romney legítimamente agresivo, que le criticó de forma dura, colocó sus mensajes en frases entendibles y reclamó su lugar en la campaña como veterano que sabe de lo que habla.

Obama terminó el debate diciendo que no era un hombre perfecto, ni un presidente perfecto, pero prometía seguir trabajando por la clase media de Estados Unidos durante un segundo mandato. En una economía que se recuperaba lentamente, Romney cerró con un discurso bien armado sobre los sufrimientos de la clase media: salarios que bajan, precios que suben, impuestos. Los datos macro y las promesas a largo plazo no podían contrarrestar la sensación del ciudadano medio de no levantar cabeza.

Después del revolcón en aquel primer debate, se encendieron todas las alarmas en la campaña demócrata. Obama aprendió lo que fuera que tenía que aprender, recuperó el tono calmado, articulado y presidencial (lo que viene siendo el estilo de Obama), y consiguió empatar las cosas en los siguientes dos debates. Aquí se acaban las comparaciones. Feijóo ha rechazado por el momento participar en ningún otro debate.

En cuanto al resultado, Obama ganó por la mínima. Perdió 3,5 millones de votos respecto a 2008, pero Romney no logró la movilización suficiente para aprovechar el desgaste. Aquella victoria no se atribuye al entusiasmo por Obama, ni siquiera al rechazo a Romney, sino a la precisión electoral de los demócratas, que desplegaron una enorme red sobre el terreno capaz de movilizar los miles de votos necesarios en los Estados clave.

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Sobre la firma

Pablo Ximénez de Sandoval
Es editorialista de la sección de Opinión. Trabaja en EL PAÍS desde el año 2000 y ha desarrollado su carrera en Nacional e Internacional. En 2014, inauguró la corresponsalía en Los Ángeles, California, que ocupó hasta diciembre de 2020. Es de Madrid y es licenciado en Ciencias Políticas por la Universidad Complutense.

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