¿Por qué arden los suburbios franceses desde hace 40 años?
El discurso político olvida la causa más poderosa de la violencia: el aislamiento. Una soledad colectiva que se alimenta de la exclusión económica, social y política de los nietos de la inmigración
La rabia (la colère) se adueña de nuevo de los barrios de Francia tras la muerte de Nahel, un joven de 17 años fallecido de un tiro en el pecho por un policía. La destrucción de comisarías, ayuntamientos, escuelas, comercios y —algo novedoso esta vez— el ataque a las fuerzas del orden con pirotecnia se repite cada noche desde hace seis días. Mientras, varias concentraciones tratan de canalizar la furia juvenil y una gran manifestación ha llegado a reunir a más de 800.000 personas en Nantèrre, ciudad donde vivía el joven con su madre.
La revuelta protagonizada por la juventud de origen postcolonial es un fenómeno social en el sentido durkhemiano del término. Es un hecho recurrente (en el tiempo y en el espacio), que emerge en momentos puntuales —generalmente tras la muerte de un joven a manos de la policía— desde hace más de 40 años. Las primeras violencias se remontan a los años 80, momento de la desindustrialización de las banlieues y del paro juvenil masivo. La primera gran revuelta estalló en 1981, como resultado de una persecución policial con varios muertos, e hizo emerger una violencia juvenil, espontánea, desorganizada y autodestructiva. Una violencia que tenía un límite territorial claro (el barrio) y una condición moral: no tenía un afán de venganza mortífera, aunque señalaba claramente como adversario al mundo de las instituciones, de la autoridad y del poder.
Si bien nunca fue considerada una acción política, la revuelta sí iluminó en el pasado movimientos políticos muy interesantes, como el Movimiento Beur, primera movilización antirracista que dio voz a los jóvenes francomagrebíes de los suburbios, comprometidos socialmente. En París se manifestaron 100.000 personas en 1983 bajo el lema “Francia es una motocicleta, para avanzar, hace falta mezcla” y varios jóvenes fueron recibidos por el presidente François Mitterrand, quien les prometió reformar los barrios y crear una unidad policial de proximidad. El asociacionismo local floreció extraordinariamente, ofreciendo a los jóvenes un nuevo espacio de socialización política.
A pesar de los éxitos recogidos, la ilusión se desvaneció cuando el Partido Socialista absorbió el Movimiento. Los jóvenes se sintieron traicionados y la violencia volvió en los 90, esta vez organizada en bandas que degradaban comercios, comisarías e incluso escuelas. Hasta que llegó el otoño más violento en 2005 (28.000 coches quemados, 4.700 detenidos y 400 condenados a prisión), tras la muerte de Ziad y Banou (15 y 17 años) al esconderse en un transformador eléctrico cuando les perseguía la policía tras confundirlos con delincuentes. La policía no es un símbolo de protección en estos barrios, sino una amenaza. Como socióloga, hice trabajo de campo en los suburbios del norte de París después de los disturbios de 2005 y más adelante volví para estudiar de nuevo el fenómeno durante dos años, entre 2013 y 2015. En aquel entonces, la sensación era la misma que hoy. Nadie sabía cómo parar a los jóvenes: ni los padres, ni los educadores de barrio, ni los imames, ni por supuesto la policía. Pero tras la violencia, apareció de nuevo la esperanza y los jóvenes más preparados fundaron un partido político: “Los indígenas de la República”. “Esta lucha debemos librarla nosotros”, decía su líder, una joven de origen argelino, estudiante de filología árabe e inglesa, en una de las primeras reuniones del partido, a la que asistí. Explicaba que “los indígenas” eran en Francia la nueva underclass: “Están las clases altas, las medias, los trabajadores y por debajo de todos estamos nosotros, los descendientes del colonialismo, recluidos en estos barrios, estigmatizados, y nunca lo suficientemente buenos para ser reconocidos como franceses”.
Estos tres últimos días los jóvenes parecen más organizados que en el pasado, se comunican vía Telegram o Snapchat y compran de forma instantánea la artillería, usan por primera vez armas de fuego y provocan daños incluso fuera de los límites de las banlieues. Se han producido también dos incidentes de suma gravedad, como es el ataque a las viviendas de dos alcaldes. ¿Están mejor organizados y son más violentos? Es difícil dar una respuesta, pero lo que es claro es que el problema cada vez está más enquistado. Emmanuel Macron hoy no habla de racaille (escoria), como hizo Nicolas Sarkozy en 2005 para referirse a los jóvenes, pero sigue eludiendo las causas sociales del fenómeno, focalizando la atención en la naturaleza incívica de los jóvenes, responsabilizando a las familias y hablando del efecto de las nuevas tecnologías y los videojuegos. Pareciera como si el origen de la violencia fuera la violencia en sí. Estos barrios habrían sido conquistados por delincuentes, imponiendo una cultura de la violencia cuya erradicación pasaría por aplicar la tolerancia cero, la represión de cualquier delito por nimio que este sea.
El discurso político olvida la causa más poderosa: el aislamiento. Esta soledad colectiva se alimenta de la exclusión económica y social, pero también política. La participación cívica se ha deteriorado hasta tal punto que los jóvenes se ven totalmente desconectados de sus representantes y conciudadanos, dejando de sentirse franceses y buscando en la pertenencia religiosa un nuevo refugio. Un proceso que debería alertar a las élites políticas francesas, pues, como decía Hannah Arendt en Los orígenes del totalitarismo, existe una correlación clara entre la soledad, esa experiencia de “no pertenecer al mundo”, y la violencia y la intolerancia. Lo peligroso no son los jóvenes que estos días queman coches, sino el aislamiento y la concentración territorial de la pobreza que lleva agravándose desde hace más de 50 años. Aunque después de cada estallido de violencia el Gobierno haya hecho esfuerzos para mejorar los barrios, no se han llevado a cabo políticas para fomentar la mixité social y étnica. La vivienda social debería favorecerse también en barrios más céntricos y conectar de una vez las banlieues a la ciudad, mejorando sus transportes y servicios, como se ha conseguido en casos como el de Montreuil, ciudad natal de Mbappé.
Por último, la discriminación racial y religiosa es la otra gran barrera de los jóvenes. Como advierte el activista y sociólogo Said Bouamama, “el racismo francés no se construye mediante un proceso de exclusión —como en los países anglosajones— sino por una excesiva voluntad de inclusión”. A fuerza de querer asimilar, la sociedad francesa crea una diferenciación encubierta que hace que el desprecio, la injusticia y el abuso de poder sea vivida por los jóvenes en silencio. De ahí estos estallidos de cólera. El abuso policial, la discriminación en la contratación o el acceso a la vivienda, la negativa de los bancos a otorgar créditos a los jóvenes no es canalizada por ningún movimiento desde la sociedad civil. Las iniciativas que crean los jóvenes de las banlieues para reclamar el reconocimiento de los abusos perpetrados por el colonialismo y la creación de mecanismos efectivos contra el racismo cotidiano son despreciadas por las élites e incluso ilegalizadas, por miedo al islamismo, a través de la nueva ley contra el separatismo islamista aprobada por Macron en 2021. ¿Quién representa a los jóvenes de los suburbios hoy? ¿Quiénes son los interlocutores del Estado cuando estalla la violencia? La República se ha quedado huérfana y en sus calles reina la desorganización y la violencia. El Estado no tiene con quién dialogar, porque no ha dado voz a sus nuevas generaciones. Hoy vive las consecuencias de la no inclusión de aquellos “nuevos ciudadanos” que desde los años 70 reclaman a gritos ser reconocidos.
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