Recargando a los supremacismos
El PP tiene lo que buscaba: la normalización de la extrema derecha. Reagrupación familiar. Ya no hay ninguna duda de que pactará el Gobierno con Abascal donde lo necesite, por lo que no es momento de resignarse con soluciones frívolas
Pocas veces las cartas han estado tan claras como en estas elecciones. El PP pactará con Vox donde lo necesite y aceptará lo que Santiago Abascal exija. El acuerdo para gobernar Valencia que metió a Vox en el corazón del poder institucional disipó cualquier duda. Alberto Núñez Feijóo es un personaje escurridizo que ha hecho su carrera rehuyendo el ruido y el espectáculo. Y cuando ha comprendido que era inútil negar lo evidente ha abandonado la ambigüedad con la misma desidia que cuando afirmaba lo contrario. El PP tiene lo que buscaba: la normalización de la extrema derecha. Reagrupación familiar.
Lo inquietante es que esta desdramatización ha temido efectos contagiosos. Y que empiezan a oírse voces ajenas al integrismo que hablan de tratar a Vox como un actor más, con el mismo reconocimiento que a cualquier otro. Al fin y al cabo, dicen, es acercarnos a lo que en Europa ya ha ocurrido: las extremas derechas están en ascenso y tocando poder. Peculiar complejo de inferioridad del que invita a seguir la estela de Europa no sólo en lo bueno sino también en lo malo.
En España el fascismo pervivió cuando Europa lo dejó atrás después de la guerra. Lo pagamos con cuarenta años de dictadura y, por tanto, la llegada tardía de la democracia liberal. Sin ruptura, el nuevo régimen cargó con lastres que han marcado las instituciones, pero la derecha, hija directa del franquismo, fue asumiendo razonablemente los presupuestos de la democracia liberal. La alternancia PP-PSOE tuvo sus más y sus menos, pero funcionó. El PSOE, a su llegada en 1982 con una mayoría absoluta de ensueño, preocupado por la estabilidad del régimen —no olvidemos que un año y medio antes había habido un intento de golpe de Estado— se esforzó más en asentar los poderes del nuevo régimen, aunque fuera pisando territorios oscuros, que en dotar al país de los hábitos y la cultura democrática que no tenía. La democracia fue tomando cuerpo sin que las pulsiones autoritarias de José María Aznar la dañaran excesivamente. La ciudadanía despertó con movilizaciones masivas, por ejemplo, contra la guerra de Irak.
El régimen se ha ido consolidando y en esta última legislatura, mientras el fantasma del autoritarismo postdemocrático recorre Europa, España ha alcanzado niveles insospechados de reconocimiento de derechos individuales, afrontando el supremacismo machista, con un Gobierno de coalición capaz de demostrar que si se hace política (y no sólo confrontación) se pueden conseguir sumas positivas entre actores diversos y, a menudo, discrepantes.
Las sociedades son complejas y cuando se sutura por un lado se abren brechas por otro. Y puesto que se han pisado intereses de supremacismos muy poderosos (de clase, de género, de patrias, de dinero, de creencias) las derechas han salido al galope, convirtiendo al presidente Sánchez en el peligroso líder de un poder a derogar llamado “sanchismo”. Parece una broma y, por tanto, podría ser una razón para desdramatizar. Pero ¿tenemos que aceptar resignadamente que la extrema derecha toque poder, con la complicidad de la derecha, para retorcer las transformaciones que han hecho que un país todavía señalado por la profunda carga de la dictadura sea uno de los más avanzados en materia de derechos y libertades?
Cierto que en este contexto apareció el demonio: el independentismo catalán, poniendo en evidencia la plurinacionalidad de España, que provocó una respuesta a coro: hasta aquí podíamos llegar. Pero precisamente cuando este conflicto ha entrado en una fase más política, la derecha anuncia que volverá a la carga apelando a los poderes del Estado. Más madera.
Sin duda, la ecuación es compleja. Pero precisamente por ello, en el momento en que nos encontramos cabe todo menos la frivolidad, que está tomando formas no por conocidas menos inquietantes. En primer lugar, el blanqueo de Vox que pone a la derecha en la senda del autoritarismo postdemocrático, en la medida que le asume como socio y el inconcreto programa electoral de Feijóo ya contiene guiños significativos en materia de género y de restricción de libertades. Pero también el capricho de determinados sectores presuntamente radicales de apostar por la abstención, conforme al principio del “cuanto peor, mejor” (enfermedad infantil de las ideologías con vocación trascendental) que estos días atrae a algunos sectores izquierdistas y a una parte del independentismo en pérdida del sentido de la realidad. O incluso ciertas soluciones imaginativas, como las que piden al PP y al PSOE que pacten la investidura del que tenga más votos. Una idea que basta ver el listado de los proponentes para saber que sólo les vale si Feijóo es el que llega primero. En la medida que el PP ha dado a Vox toda la legitimidad, incluida el acuerdo en términos doctrinales, regalar la presidencia a Feijóo sería contribuir a la operación de legitimación de la extrema derecha. Y entrar en la senda que hasta ahora se había evitado.
No es broma: un gobierno de los supremacismos recargados es lo que menos necesita España.
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