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Columna
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El terrorismo del ermitaño

La voluntad de hacerse oír es el argumento del que se sirven quienes acuden a la violencia para derribar el sistema

Theodore Kaczynski, en abril de 1996.
Theodore Kaczynski, en abril de 1996.John Youngbear (AP)
José Andrés Rojo

Hace casi un mes, el 10 de junio, murió Theodore Ted Kaczynski en la celda de una prisión medicalizada en Butner, Carolina del Norte. Tenía 81 años. Entre 1978 y 1996, envió 16 cartas bombas que mataron a tres personas e hirieron a 23. Era un tipo brillante, había estudiado matemáticas puras, se graduó en Harvard, hizo un doctorado en la Universidad de Michigan, trabajó como profesor asistente en la de Berkeley. En 1971 se instaló en las montañas para vivir apartado en una cabaña, sin agua ni electricidad, a la manera de su maestro, Henry David Thoreau.

Hasta 1978 no inició la actividad que le daría fama. Quería denunciar los males del progreso y estuvo casi veinte años mandando sus explosivos a gente muy diversa: profesores de universidad, empresarios, un informático, un publicista, el presidente de una aerolínea. La policía se volvió loca persiguiéndolo. Se lo conocía como Unabomber.

Ricardo Piglia se sirvió de su historia en El camino de Ida (Anagrama). Se desarrolla en la Universidad de Taylor, donde Emilio Renzi —ese particular alter ego del novelista— ha acudido para dar un seminario sobre W. H. Hudson, un escritor que se hizo a la vida semisalvaje de los gauchos y que celebraba en su obra la naturaleza, y tiene una aventura amorosa con Ida Brown, una profesora. Un día Ida aparece muerta en su coche. El hilo de las investigaciones conduce a un tipo que había dado clases de matemáticas en Berkeley y que decidió apartarse del mundo para iniciar su particular revolución.

En El camino de Ida, Piglia tira de Joseph Conrad, que se ocupó en El agente secreto de unos anarquistas que mucho antes de que lo hiciera Unabomber pretendieron también liquidar el sistema. Pensaban que tenían que buscar “un acto puro” que no se pudiera comprender ni explicar y que provocara “la estupefacción y la anomia”. Unabomber procuró cumplir ese mismo mandato de manera solitaria, mandando metódicamente sus cartas, sembrando el terror para conseguir que este mundo tecnológico y descarriado se fuera por fin al garete. Dos grandes medios de Estados Unidos le permitieron publicar un manifiesto donde explicara los motivos de su siniestra actividad. Su hermano menor reconoció en el texto alguno de los giros gramaticales que lo caracterizaban, y lo denunció. El FBI lo detuvo en su cabaña en 1996.

Todo queda ya muy lejos. Los setenta fueron años donde la utilización del terror adquirió un enorme prestigio. Unabomber no formó parte de ninguno de los grupúsculos que llenaron entonces el mundo de cadáveres. Prefirió trabajar solo, pero entendía también que para propagar su mensaje no le venía mal que hubiera unos cuantos muertos en el camino. “El salto al mal, la decisión de matar estaba ligada a la voluntad de hacerse oír”, escribe Piglia, que señala que su actividad fue aplaudida por esos “grupos de chicos buenos que defienden buenas causas, con una alegría a toda prueba”. Es malo enviar bombas por correo, pero es igual de malo celebrar esa cualidad pura de rebelión que tanta fascinación produjo durante aquellos años.

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Sobre la firma

José Andrés Rojo
Redactor jefe de Opinión. En 1992 empezó en Babelia, estuvo después al frente de Libros, luego pasó a Cultura. Ha publicado ‘Hotel Madrid’ (FCE, 1988), ‘Vicente Rojo. Retrato de un general republicano’ (Tusquets, 2006; Premio Comillas) y la novela ‘Camino a Trinidad’ (Pre-Textos, 2017). Llevó el blog ‘El rincón del distraído’ entre 2007 y 2014.

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