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Tribuna
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La Transición fue antifranquista

A la muerte del dictador, el pacto al que se llegó establecía que la Guerra Civil la perdimos todos los españoles. Por eso resulta difícil comprender que la derecha siga teniendo querencia afectiva por el franquismo

Vista del helicóptero que traslada los restos de Francisco Franco tras su exhumación del Valle de los Cuelgamuros camino del cementerio de El Pardo-Mingorrubio para su reinhumación.
Vista del helicóptero que traslada los restos de Francisco Franco tras su exhumación del Valle de los Cuelgamuros camino del cementerio de El Pardo-Mingorrubio para su reinhumación.Mariscal (EFE)

Una de las mentiras más repetidas por la derecha desde 2007, cuando el Gobierno de Zapatero impulsó la ley de memoria histórica, es que el pacto de la Transición incluyó el olvido del franquismo. Fue exactamente lo contrario: ese pacto se basó en el rechazo y la impugnación absoluta del franquismo. Bastaría con consultar los periódicos o el diario de sesiones del Parlamento para comprobar cómo incluso los franquistas más insignes, como Torcuato Fernández Miranda o Fraga ­—no digamos ya Suárez—, renegaban abiertamente del franquismo o, en el mejor de los casos, lo escondían lo más posible.

El acuerdo implícito y explícito de la Constitución de 1978 proclamaba el triunfo de los valores republicanos que fueron derrotados en la Guerra Civil, aunque reivindicar los valores republicanos no significara necesariamente reivindicar la República. Durante 1931 y 1936 habían ocurrido muchas cosas lamentables cuyo análisis y balance convenía dejar en manos de los historiadores, pero los principios de la democracia, de la justicia social, de la libertad ideológica, de la diversidad territorial y de la separación de poderes —todo lo que el franquismo había negado— eran el pilar básico de una Constitución que todos aceptaban con entusiasmo, salvo la extrema derecha (incluyendo a un sector de Alianza Popular), la extrema izquierda (incluyendo a algún comunista soviético como Ignacio Gallego), y los nacionalistas catalanes y vascos más acérrimos, que no eran pocos.

El problema particular de España no fue nunca la Guerra Civil, sino el franquismo. Guerra civil —disfrazada de guerra mundial— habían tenido también los franceses, los alemanes o los italianos, pero allí habían logrado vencer quienes respaldaban la libertad. Tras la Guerra Civil, Franco podría haber establecido un régimen blando de transición y restaurar la monarquía parlamentaria después de cinco o seis años, pero no lo hizo: reprimió salvajemente a los vencidos y se mantuvo en el poder durante 37 años más, dando honores a unos y humillando a los otros. Por eso resulta bochornoso escuchar todavía a algunos —y a algunos muy ilustrados, no solo a políticos interesados en la refriega— decir que “en los dos bandos se cometieron atrocidades” y que la Ley de Memoria Democrática y la resignificación de Cuelgamuros solo son fruto del resentimiento y pretenden reabrir heridas.

El estreno de la serie de Radio Televisión Española Los pacientes del doctor García, basada en la novela de Almudena Grandes, nos permite recuperar esta perspectiva: la guerra fue terrible y estuvo llena de brutalidades —de los dos bandos, sí, y no merece la pena entrar en más discusiones o matices, que solo embarran el debate—, pero lo que creó la miseria moral en la que vivieron al menos dos generaciones completas de españoles fueron la posguerra y el franquismo; la falta de compasión de los gobiernos de Franco y la inexistencia de un plan de reconciliación que tratara de unir a todos los españoles.

La diferencia entre 1977 y 2023, en lo que se refiere a la memoria de nuestra historia reciente, es que entonces no había ningún partido de ultraderecha en el Congreso (Blas Piñar obtuvo su escaño en 1979) y hoy hay uno que cuenta con 52 diputados, auxiliado ideológicamente además por un sector poderoso del PP que tiene su capitanía general en Madrid. La verdadera traición al pacto de la Transición es ese: aceptar con normalidad el franquismo y sus símbolos y repetir mensajes racistas, machistas, patrioteros y homófobos que han conseguido que algunos adolescentes vuelvan a gritar “¡Viva Franco!” en las aulas, agredan a personas LGTBI o consideren perversos el feminismo o la política parlamentaria.

El pacto de la Transición establecía que la Guerra Civil la perdimos todos los españoles y que por tanto estábamos todos en el bando de los vencidos, fuera cual fuera la posición ideológica de nuestros padres o nuestros abuelos. Por eso resulta tan difícil de comprender que la derecha española, casi medio siglo después de la muerte del dictador, siga teniendo esa querencia afectiva por el franquismo, confirmada ahora por el empeño de Feijóo en derogar la Ley de Memoria Democrática. Los muertos que están aún en las cunetas y en Cuelgamuros deberían ser también sus muertos, y los honores civiles rendidos a los represores en el callejero de las ciudades, como a Millán-Astray en Madrid, deberían ofenderles tanto como a los demás.

El Partido Popular, a través de la Alianza Popular de Fraga, formó parte del pacto de la Transición y del pacto constitucional, pero la derecha de aquellos años estaba aglutinada en torno a la UCD de Suárez, que fue quien la representó sociológicamente. Resulta tentador pensar en qué habría ocurrido con la democracia española si la UCD no hubiera saltado en pedazos y se hubiera consolidado en España una derecha moderada, europea y moderna. Una derecha sin miedo a la memoria. Una derecha que, como el doctor García, sólo atendiera a los principios de la humanidad y de la justicia.

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