La flecha rota del tiempo
El vicio de las fuerzas retrógradas consiste en querer detonar lo poco que nos queda cimentado: Estado de bienestar, algunos derechos sociales y, en ocasiones, las instituciones. Cómo vamos a concebir un futuro si apenas logramos activar impulsos primarios
Estamos recién mudados a Córdoba. Escribo de noche en una azotea aún caldeada por el sol acumulado en las losas y, al brillo del ordenador, se acercan mosquitos y alguna que otra polilla. No se oye nada, excepto el zumbido de los aires acondicionados de los vecinos y, si me levanto de la silla, puedo contemplar un paisaje sobrecogedor formado por tejados y campanarios. Es tan bella esta ciudad —murmuro—; aunque no abunde el agua y den ganas de arrancarse la piel a jirones por el calor, rezumo no sólo sudor sino felicidad porque, de alguna manera, siento que saldo una deuda con mis abuelos, oriundos de esta tierra, y además me alegra que mi nombre, por primera vez en años, no constituya una fuente de conflictos —como lo era en Estados Unidos—, sino una vereda hacia la pertenencia. Esta tarde, sin embargo, una llamada inesperada ha interrumpido mis ensoñaciones y oficios: se trataba de mis suegros, quienes no han parado de preguntar si esta mudanza era la definitiva, si nos encontrábamos por fin a gusto, implicando con ello lo que juzgan el capricho de las anteriores: en cuántos pisos, ciudades, países habré residido en los tres últimos lustros, entregada a la búsqueda frenética de trabajo o estudios, en buena medida de la mano de su hijo, ese sí, amor duradero. Mis suegros viven en las afueras de Nueva York y han pasado más de una semana herméticamente confinados debido a que los incendios de Canadá volvían el aire de la calle irrespirable; la amplia visibilidad que hoy me regala antiguos minaretes reconvertidos en torres cristianas a lo lejos se reducía en su caso a unos metros exiguos; tras ver sólo humo, inquirían: ¿entonces, os quedáis? Y hemos dicho que sí, aunando una mezcla de miedo y regocijo, como quien reza ojalá y callandito pide un deseo… hasta que estos lares se transformen en desierto.
Hay algo entre esa demanda ciega de estabilidad por parte de mis suegros y nuestra respuesta dubitativa que resbala casi de manera subliminal durante el segundo que transcurre de una palabra a otra; un pequeño tobogán de incertidumbre, el sorbo que se desliza por el conducto inapropiado y no ahoga pero atraganta, provoca tos. Por la boca que intenta hablar se entrecruzan las palabras del sociólogo Richard Sennett: “La flecha del tiempo se ha roto”, y siento cómo esta se desploma en pleno vuelo sobre las losas calientes de la azotea. Al partirse, ha revelado de qué está hecha, ya que el tiempo solo conforma su recubrimiento: lo de dentro es empleo, derechos, vida… o eso observo cuando la recojo del suelo para examinarla. Sennett explicaba hace décadas que la economía gig, esa que exige flexibilidad y movilidad en unos cuerpos jamás acomodados porque deben prepararse para el siguiente recorte o despido, se había encargado de destruir una visión a largo plazo que para el trabajador antaño se configuró como identidad. Rotar de puesto, reajustar el currículum como documento falaz que resume en unas pocas líneas las preocupaciones y esfuerzos de biografías enteras, hacer de lo volátil una casa a cuestas era la nueva normalidad que, como no podía ser de otra forma, cortocircuitaba las emociones y agujereaba los anhelos. Muchos añicos de la flecha proceden de estas circunstancias, pero hay otros pedazos que perpetúan asimismo la distancia generacional e interrumpen los relojes hasta tornarlos fósiles, objetos sólo servibles a la arqueología.
“La maldición de nuestra generación es que el tiempo ya nunca más estará de nuestro lado”, afirma el antropólogo e investigador del CSIC Emilio Santiago Muiño, una alerta que halla en el cambio climático su raíz y, como la humareda de Nueva York, cierra el telón ante nuestros ojos. Si es cierto que “el futuro ya no es fuente de ilusión sino de terror”, los caminos por recorrer se han anudado sobre sí mismos y es esa maraña sin continuación, percibida mayormente por los jóvenes, la que debe desmadejarse con el fin de que surja un horizonte. En plena campaña por el 23-J, la estrategia cortoplacista intrínseca a las lógicas electorales debería entonces despojarse de sus manillas oxidadas y apuntar al grave problema que nos ocupa, la imposibilidad de concebir un mapa más allá de la inmediatez y la angustia que eso acarrea. Mañana subirá unas décimas la temperatura del planeta y se anunciarán, otra vez, récords de catástrofes inasumibles si nos consideramos una especie responsable; mañana, o su espejismo, será brevísimo al carecer de planes para el día siguiente; mañana amanecerá fragmentado en los programas negacionistas de unas derechas capaces de dinamitar aún más cualquier atisbo de dirección certera, pues no sólo han interiorizado la rotura, sino que se han tejido con ella una bandera tan tupida que asfixia. El vicio de las fuerzas retrógradas consiste en querer detonar lo poco que nos queda cimentado: el Estado de bienestar, algunos derechos sociales; en ocasiones extremas, las instituciones, como atestigüé con el asalto al Capitolio. A ello se añade el juego sucio del tiempo vapuleado en astillas que, sin duda, les favorece: cómo vamos a pensar a largo plazo si, frente a una pantalla, tardamos de media 47 segundos en cambiar de tarea; si nuestro déficit de atención ha sido cuidadosamente diseñado como un cepo para conejos, trampa que distrae y merma las habilidades intelectuales. Cómo vamos a concebir un futuro si apenas logramos activar impulsos primarios, la ira virtual, el miedo, o el deseo articulado en consumo. La derecha aviva el incendio, pero a veces da la sensación de que la izquierda apenas aspira a cercar las llamas de un marco de sentido obsoleto.
El tiempo debe nutrirse de otear los confines, sólo así los cuerpos desafían las discontinuidades y pueden labrarse un proyecto. Es una metáfora que encuentra ecos científicos en la salud visual, pues los médicos advierten de que sufrimos cada vez más dolencias oculares, más fatiga y miopía, como consecuencia de mirar sólo lo cercano: el móvil y no el campo. Antiguamente, a falta de contaminación lumínica, desde una azotea como la mía se habrían podido atisbar las estrellas, lo cual añade otra dimensión histórica a nuestra humilde existencia, la que imprime la velocidad de la luz. Para que un país no se convierta en un cuarto lóbrego con vistas a un muro el recorrido de cada vida que lo habita debe ser vasto en dignidad, largo en libertades y garantías ecológicas extensibles también a otros territorios, escaso en amenazas. Que la vida era un asunto a elaborar por el camino ya lo contó Antonio Machado, pero para eso es preciso la superficie dúctil que aloje la huella en lugar de los abismos que pisamos con frecuencia (llámense precariedad, sequía o inundaciones). Para que la política contenga más que eslóganes vacíos, cuando no directamente arremetidas contra una vulnerabilidad social en procesos de aceleración, debe recoger la flecha y comprometerse a repararla. Únicamente así podré decirles a mis suegros sin titubeos: nos quedamos por fin en Córdoba, maravilla de sol y patios que me legaron mis ancestros, coordenadas que elijo consciente de un pacto con el futuro.
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