La normalidad de lo inaceptable
El ambiente político recuerda a EE UU en 2016. Cualquier Gobierno se desgasta, y es lícito desear un cambio. Pero cuando el rechazo cobra la intensidad de una fobia, y personas razonables se obstinan en la negación, hay que pararse a pensar en las razones y las consecuencias
Estaba hablando con un conocido sobre ese político de ultraderecha valenciano que fue condenado hace 20 años por un delito de acoso, y me dijo con un aire casi de disculpa: “Pero solo era violencia psicológica”. Éramos varios en la conversación, y un tercero añadió, como aportando una información valiosa: “Es catedrático de Derecho Constitucional”. Un poco antes se había mencionado a ese antiguo torero que va a ocuparse de administrar las muy pujantes instituciones culturales de la Comunidad Valenciana, y tampoco faltó una voz ecuánime que apuntara: “Ojo, que es licenciado en Derecho”. Luego se ha sabido que este futuro prócer, aparte de extorero y de licenciado en Derecho, también es aficionado a la equitación, y que solicitó a sus fieles en las redes sociales que votaran para ayudarle a elegir el nombre de un caballo que acababa de comprarse, indeciso como estaba entre Duce y Caudillo. Quizás mi interlocutor, a quien le parecía tan positivo que este taurino y jinete ultra tuviera la carrera de Derecho, apuntaría como mérito o disculpa posible que entre los nombres posibles del caballo no hubiera incluido Führer.
Hay personas con una gran capacidad para captar matices, como aquel juez que hace ya bastantes años no apreció la agravante del ensañamiento en un hombre que había dado más de 20 puñaladas a su exmujer, quitándole la vida. Haber atormentado con insultos crueles y amenazas de muerte a la suya no entorpeció la carrera académica de este catedrático, y desde luego no parece que esté causando ninguno a su carrera política, en esta época en la que estamos viendo cómo hasta las formas más lunáticas del extremismo se han vuelto aceptables para gente en apariencia juiciosa que hasta hace no mucho las habría rechazado. En unos meses, porque lo inconcebible se convierte aceleradamente en normal, ya no quedará nadie que se extrañe de que el presidente de una institución de cierto fuste como el Parlamento balear sea un sujeto que considera nocivas las vacunas, y ridícula —”una brasa”— la evidencia científica sobre el cambio climático, y que además denuncia un siniestro plan internacional para sustituir a los europeos blancos y católicos por musulmanes y negros venidos de África. Bien es verdad que este hombre eminente es licenciado, y no solo en Derecho, como el torero caballista de Valencia, sino además en Administración de empresas, y se encuentra en posesión de un máster en asesoría jurídica. Tantos títulos darán cierta tranquilidad a esos interlocutores míos que ponderaban la condición de catedrático del dirigente ultra que solo fue condenado “por un delito de violencia psíquica habitual y 21 faltas de coacciones, injurias y vejaciones contra su expareja”, a la cual dedicó improperios de una vehemencia expresiva poco habitual en la oratoria jurídica: “Ladrona, secuestradora de niños, dueña de calabozo, puta, te voy a estar jodiendo toda tu vida hasta que te mueras…”.
No es para tanto. Quién no ha tenido un mal divorcio. Y además el hombre no le llegó a poner la mano encima a la madre de sus hijos, eso no. Y en cuanto al torero, lleva retirado mucho tiempo, y seguro que trata a Caudillo o a Duce con más consideración que muchos animalistas. Naderías. Ridiculeces de hipsters con veleidades agropecuarias y nulo conocimiento de la áspera y noble realidad de nuestros campos, empeñados en prohibir regadíos y en entrometerse en la cría de los animales hacinados en las granjas industriales, tan beneficiosa para nuestra economía y para la calidad del aire, de los suelos y de los acuíferos. Lo curioso de los denostadores sistemáticos de las tonterías y las cursilerías de la izquierda, que sin duda pueden ser innumerables, es la tolerancia que desarrollan, y el fervor contenido que traslucen, hacia las tonterías y las barbaridades y el juego descarado de intereses de una derecha que en esta época, y no solo en España, está derivando cada vez más hacia esa especie de cínico nihilismo mezclado con fundamentalismo religioso de la derecha republicana en Estados Unidos.
No hablo ahora de conservadores a la antigua, ni de personas privilegiadas que inclinan su voto hacia quien mejor pueda defender sus intereses, que en un país como España casi siempre tienen ver con la privatización de servicios esenciales como la sanidad o la enseñanza. Hablo de gente templada, incluso tibia, de progresistas veteranos que sufren como un acceso de furia cuando hablan de este Gobierno, y con más exactitud de su presidente, hacia el que por falta de adjetivos políticos lo bastante rotundos pasan al lenguaje de la psiquiatría (o de las series de asesinos) para llamarle psicópata. Empiezan por lamentar la irracionalidad que se está apoderando del discurso político por culpa del sectarismo y de las redes sociales, y un momento después manifiestan un rechazo que va más allá de cualquier argumento racional.
Soy tan consciente como cualquiera de las múltiples deficiencias y los errores de este Gobierno; creo que también de sus aciertos, algunos de ellos malogrados o muy limitados por la discordia interna y por las trabas de una administración pública esquilmada y en muchos casos politizada, y sometida, por lo tanto, a presiones clientelares que minan su eficiencia. Es un problema grave de este Gobierno y lo será también del que venga después, sea el que sea. Con la ayuda inapreciable de la Unión Europea, hemos podido sobreponernos a varias crisis sucesivas en las que por una vez ha existido un cierto grado de protección hacia quienes eran más vulnerables.
Cualquier Gobierno se desgasta, y nada es más lícito que desear un cambio. Pero cuando el rechazo cobra la intensidad de una fobia, y cuando personas por lo común razonables se obstinan sobre todo en una negación sin fisuras, habrá que pararse a pensar en cuáles podrán ser las razones, y las consecuencias. Conocí de cerca ese tipo de negación el último otoño de mi vida en Estados Unidos, durante una campaña electoral especialmente agria, y en muchos casos desganada, en la que parecía que iba a ganar Hillary Clinton. La verdad es que unas veces lo parecía, y otras no, porque hasta en una ciudad tan demócrata como Nueva York, y un barrio más incondicionalmente demócrata todavía, el Upper West Side, se notaba una extraña falta de entusiasmo entre la gente, hasta de interés. Por una parte, que ganara alguien como Donald Trump era inverosímil. Por otra, en muchos posibles votantes demócratas, jóvenes, ilustrados, incluso políticamente concienciados, había una hostilidad hacia Hillary Clinton que muchas veces alcanzaba extremos de impúdica misoginia, y no era nada inferior a la que podían manifestar votantes republicanos del Medio Oeste o de Florida. Las limitaciones de Clinton como candidata eran evidentes: sus vínculos con Wall Street, y con los enjuagues financieros y políticos de su marido. Pero era una mujer muy firme en sus convicciones y sus proyectos, muy experimentada, elocuente y muy articulada y precisa en su manera de expresarse. El odio que despertaba entre gente que en el fondo se le parecía era muy superior al rechazo hacia Trump. El hijo de un amigo, un universitario de veintitantos años, me dijo un día, con toda naturalidad, aunque con despecho, que una vez descartada la candidatura de Bernie Sanders, que era su favorito, hasta le parecía preferible Trump, ese payaso inocuo que hasta se envanecía de agarrar a las mujeres “by the pussy”.
No equiparo situaciones. Digo tan solo que cuando nuestros argumentos conducen a una negación incondicional y visceral, y a una indulgencia casi complaciente ante las señales más evidentes de peligro, quizás no nos paramos a pensar qué es lo que estamos afirmando sin decirlo, lo que por acción o por omisión estamos facilitando que suceda.
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