La maté porque era mía
No puede amar a Ucrania alguien capaz de desencadenar semejante catástrofe, y menos todavía si se trata de Putin, que la considera parte inseparable de la familia rusa desde tiempos inmemoriales
Todo terminará sabiéndose. Y no tardará, como sucedió con los crímenes del estalinismo, denunciados por el propio régimen soviético después de la muerte del dictador. Ni como la matanza de Katyn, en la que la policía política de Stalin ejecutó a la entera elite política, militar e intelectual de Polonia y luego endosó a Hitler el crimen, en una operación también clandestina solo reconocida casi medio siglo más tarde con la caída del comunismo.
Nuestra época es distinta. Pronto saldrán las pruebas materiales e incluso es probable que lleguen a conocerse los nombres de los artificieros que colocaron los explosivos. El crimen de guerra está a la vista de todos. La destrucción de la presa de Nueva Kajovka atiende a los criterios de tal delito, puesto que sus efectos sobre la población, la agricultura, los centros urbanos, el medio ambiente y la seguridad superan largamente cualquier mínima contención razonable y civilizada que se pueda esperar de una actividad tan escasamente razonable y civilizada como es cualquier guerra.
En ocasiones, una catástrofe de la mano del hombre de estas dimensiones tiene como objetivo mejorar una posición militar. Es un hecho y un indicio significativo que el Ejército ruso, gracias a la inundación, ha acortado el frente en 300 kilómetros y frenado al menos por el momento la posibilidad de una ofensiva en dirección a Crimea. Se hace extraño pensar que hayan sido los militares ucranios los responsables de una acción táctica tan perjudicial para la población e incluso la realidad física del país por cuya soberanía, integridad territorial e independencia combaten, en la que además pierden la iniciativa y la ventaja táctica que ofrece cualquier ofensiva. No puede amar a Ucrania alguien capaz de desencadenar esta catástrofe, y menos todavía si se trata de Putin, que la considera parte inseparable de la familia rusa desde tiempos inmemoriales.
Más fácil es comprender que sea alguien obsesionado por la expansión y posesión de territorios, quizás el síndrome psicológico más característico del imperialismo terrestre, quien esté dispuesto a arrasar un país entero, con su población dentro, antes que verse desposeído de su dominio. Lo ha hecho en otras ocasiones, en Chechenia o en Siria, y son conocidas sus ideas y propósitos acerca de Ucrania, cuya existencia como nación diferenciada y con derecho a disponer sobre su destino considera una aberración. Putin atribuye a la Unión Soviética la construcción de la Ucrania que hoy conocemos, desde su primera independencia en 1917 hasta la actual de 1991, incluyendo en ella unas infraestructuras, una agricultura y una poderosa industria indisociables de la historia soviética e incluso parte muy sustancial del poderío económico de la superpotencia comunista.
Puede que solo sean necesidades tácticas las que le han aconsejado una destrucción tan devastadora y de tan largas consecuencias, pero también cabe que sea el anuncio de una derrota en ciernes. Es significativo que la flota del Mar Negro, normalmente en Sebastopol, haya empezado a desplazarse hacia el puerto de Novorosíisk, en la región rusa de Krasnodar, en prevención de la caída de Crimea. Como el amante despechado y criminal, Putin ha fracasado en el asesinato del país y quizás ahora, antes de abandonar la parte que todavía ocupa, prefiere destrozarla. Desde su mente posesiva considera que Rusia destruye con todo derecho lo que siempre ha sido suyo. Antes muerta que en manos de otro.
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