Hemos abandonado a nuestros periodistas
El periodismo profesional, que no se hace para excitar emociones, se ha vuelto incómodo para muchos y ha dejado de convocar la solidaridad de nuestras sociedades, por eso es tan fácil atacarlo. Ese camino solo conduce a la destrucción de la democracia
El primero de marzo de 2018, pocas semanas antes del estallido social que sacudió la dictadura de Ortega en Nicaragua, un puñado de hombres y mujeres tomaron como pretexto la celebración del Día del Periodista para reflexionar sobre el difícil momento que atravesaba el oficio en su país destruido. Entre ellos estaba Gioconda Belli, que por entonces presidía el PEN nicaragüense, y Carlos Fernando Chamorro, una de las personas más autorizadas del mundo para hablar de periodismo perseguido: no sólo es hijo de Joaquín Chamorro Cardenal, el antiguo director de La prensa, que fue asesinado en 1978 por la dictadura de Anastasio Somoza, sino que hoy vive una vida de exiliado en Costa Rica, pues hace varios años los militares de Ortega ocuparon las instalaciones de los medios que él dirige con valentía —Confidencial y Esta semana— y lo despojaron de su nacionalidad. Igual que hicieron, como lo sabe ya todo el mundo, con Gioconda Belli, Sergio Ramírez y otras decenas de personas que le han plantado cara a esa dictadura asesina.
Pues bien: ahí estaban Chamorro y compañía en el Día del Periodista, intercambiando ideas sobre qué hacer acerca del deterioro de la libertad de prensa en su país. Y una de las cosas que se les ocurrieron, tal como lo contó Chamorro en público recientemente, fue convocar a Carlos Dada y a José Rubén Zamora. El primero era el fundador de El Faro, el periódico digital salvadoreño que fue el primer medio de comunicación del internet latinoamericano; el segundo había fundado en Guatemala varios medios, pero uno en especial, El Periódico, se había convertido recientemente en un dolor de cabeza para los corruptos del régimen de Alejandro Giammattei. A pesar de las presiones y de los hostigamientos de sus gobiernos respectivos, Dada y Zamora seguían trabajando y sus medios seguían haciendo lo que los medios hacen: obligar a los poderosos a rendir cuentas. Chamorro pensó que llamarlos para que contaran su experiencia era una buena manera de celebrar el Día del Periodista: pues eran la prueba de que, a pesar del caso de Nicaragua, no todo en Centroamérica eran historias de desconsuelo.
Cinco años después, eso ha cambiado. El Faro denunció los pactos obscenos que Bukele hizo con la Mara Salvatrucha, prometiéndoles trato de preferencia en las cárceles a cambio de que dejaran de matar, y ha seguido denunciado los excesos judiciales y las violaciones al debido proceso que tienen a El Salvador convertido en un estado carcelario (y a su presidente en el hombre más popular del país). El resultado es que Carlos Dada está —como Carlos Fernando Chamorro— exiliado en Costa Rica, pues el régimen de Bukele se ha dedicado a perseguir a sus periodistas y a asfixiar económicamente a su medio. El Periódico, por su parte, ha denunciado 144 casos de corrupción en las primeras 144 semanas del Gobierno de Giammattei, y la persecución de sus periodistas acabó (pero no ha acabado: por supuesto que no ha acabado) con el arresto y el encarcelamiento de José Rubén Zamora, que hoy lleva 11 meses en prisión, muchos de ellos en solitario. La persecución ha dado resultado: a mediados de mayo, después de cerrar su edición impresa, El Periódico publicó su última edición digital. El medio ya no existe.
La hostilidad que los gobiernos centroamericanos le han declarado al periodismo no es nueva, ni es sólo centroamericana. En ciertos casos, además, se ha instalado en las sociedades. Alma Guillermoprieto, maestra de generaciones de periodistas latinoamericanos, recordaba el otro día que México es uno de los países del mundo donde más periodistas mueren en ejercicio de su profesión, y se lamentaba de que la violencia contra los periodistas no parece ya conmover a la sociedad: “Cuando asesinan a un colega”, recuerdo que dijo, “los únicos que salen a marchar son los otros colegas”. Es verdad: mil huellas distintas nos comunican la triste impresión de que el periodismo profesional, por lo menos en ciertos lugares del planeta, ha dejado de convocar la solidaridad de nuestras sociedades. Por eso es tan fácil o tan rentable perseguir a los periodistas como se hace en El Salvador, encarcelarlos como en Guatemala, expropiar sus medios como en Nicaragua, o desprestigiarlos por Twitter como en medio mundo. La sociedad ya no protege a sus periodistas. Y no se me ocurre nada más grave que pueda pasarle a una democracia, excepto, por supuesto, el dejar de serlo.
¿Cuáles son las causas o las raíces de esta desafección? ¿Se trata de la demasiada información que nos agobia, y que provoca en muchos ciudadanos una suerte de hastío, y a veces un hastío infantil, que los lleva a refugiarse en los mundos más agradables y frívolos y coloridos de algunas redes sociales? O tal vez se trate de las nuevas mentalidades que las revoluciones tecnológicas han producido a conciencia, y que ya se han estudiado hasta el cansancio (aunque muchos no se den todavía por enterados): esas mentalidades constantemente enrabietadas, contaminadas de emociones destructivas, cuyo único interés al informarse no es informarse, sino confirmar un prejuicio o alimentar un odio. El periodismo profesional, que no se hace para excitar emociones y así secuestrar nuestra atención y nuestro tiempo, que propone reflexiones menos nerviosas y más serenas que un video o un meme o los 280 caracteres, se ha vuelto incómodo para muchos. En los peores casos, de incómodo ha pasado a ser detestable. La información ha sido sustituida por los discursos de odio, que a nuestras redes les gustan más: más tráfico, más bilis, más clics, más likes, más indignación virtuosa, más tribalismo.
Es como si la sociedad civil, sin cuyo apoyo no puede sobrevivir el periodismo profesional, lo hubiera dejado en situación de abandono. Es acaso por eso por lo que se puede atacar a los periodistas impunemente, como hace todos los días López Obrador en México: amparado en un ejercicio aparentemente democrático —presentarse todas las mañanas ante la prensa para responder preguntas—, usa su púlpito para hostigar con nombre propio a los periodistas o intelectuales que lo critican, y las víctimas de sus hostigamientos van desde Emiliano Monge a Juan Villoro, y desde Enrique Krauze a este periódico. En Colombia, la Fundación para la Libertad de Prensa ha tenido varias veces que llamarle la atención al presidente Petro, que se ha enfrentado de mala manera con los periodistas críticos, y no sólo con los que son tendenciosos o incompetentes (que los hay). Esas descalificaciones, aun cuando no sean agresivas, crean un clima donde las agresiones por parte de otros se facilitan o se favorecen; y así sucede que una periodista colombiana recibe mensajes incómodos que incluyen imágenes de ella misma paseando con su hija, y otro periodista, conocido por su sátira política, se ha visto obligado desde hace tiempo a llevar guardaespaldas, y ni siquiera así se ha acostumbrado a que lo hayan amenazado de muerte desde las dos orillas políticas.
Está muy mal una sociedad que no entiende los peligros profundos de condonar esas agresiones, o de mirar para otro lado cuando se producen, o de sentir una satisfacción secreta cuando el periodista atacado pertenece (cuando creemos que pertenece) a la esquina política que no nos gusta. La relación entre la prensa y los poderosos ha sido tensa siempre, y así debe ser, y nos interesa a los ciudadanos que así sea. Pero una cosa es que a veces nos incomode esa tensión necesaria y otra, muy distinta, que toleremos la hostilidad y aun la violencia. Ese camino no lleva a ninguna parte, salvo a la destrucción de las democracias.
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