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Columna
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Lo estamos poniendo todo perdido de ADN

Nuestro material genético está por todas partes, y eso sí que son datos personales

ADN
Representación de una secuencia de ADN
Javier Sampedro

Ahora que estamos todos inquietos por la protección de nuestros datos personales, ahora que nuestras búsquedas, nuestras compras y nuestros amigos en las redes sociales delatan con insolencia paramétrica unos deseos tan íntimos que ni somos conscientes de ellos, ahora que cualquier cosa que tecleemos alimenta la voracidad de la máquina y nos devuelve una versión computada, agregada y anotada de nuestro devenir por este valle de lágrimas, ahora, justo ahora, los biólogos nos revelan que lo estamos poniendo todo perdido de ADN. Literalmente. Y créanme, hay pocos datos tan personales como ese.

Los ecólogos llevan unos años utilizando lo que llaman ADN ambiental (eDNA, por environmental DNA) para estudiar la evolución de los ecosistemas e incluso para reconstruir su pasado. Este material genético se obtiene del agua, del suelo o incluso del aire, y ofrece una detallada información sobre las especies que viven en la zona, pero tiene un problema: las muestras están llenas de ADN humano por todas partes, lo que entorpece los análisis y desespera a los técnicos. Siguiendo el principio de que toda crisis abre oportunidades, los expertos han convertido esa contaminación genética en un objeto de estudio en sí misma, y los resultados son asombrosos, por no decir preocupantes.

Vas soltando ADN allí por donde vas. Está en tu pelo y en las células descamadas de tu piel, en tu sangre, tu sudor y tus lágrimas, en tus heces y las alcantarillas que las canalizan. La calidad de este material genético, incluso en estos muestreos preliminares, basta para identificar tu sexo, tu etnia, tu propensión a ciertas enfermedades y, en ciertas ocasiones, tu identidad inconfundible. Recuerda que hay 8.000 millones de personas en el mundo, y que no hay dos que tengan el mismo ADN. Incluso dos gemelos pueden distinguirse por las mutaciones que van adquiriendo a lo largo de su desarrollo.

Los mismos investigadores que han obtenido estos datos hacen un llamamiento a los gobiernos para que regulen el uso del ADN ambiental. La cuestión recuerda inevitablemente a la situación actual con la inteligencia artificial, donde los propios creadores están clamando en todos los foros por una regulación restrictiva. Y donde es previsible que los reguladores se enfrenten a escollos similares. En el caso de la inteligencia artificial, un recién filtrado memorándum interno de Google acaba de revelar un problema de un tipo inédito y bien singular.

Los modelos grandes de lenguaje (large language models, LLM) en los que se basan ChatGPT y otra media docena de conversadores electrónicos deben su poder a que han sido entrenados con textos tomados de internet en un proceso que dura meses y cuesta decenas de millones de euros, lo que restringiría su creación a OpenAI (asociada a Microsoft), Google y otras pocas grandes firmas muy conocidas, con las que los gobiernos podrían negociar unas regulaciones razonables. Una vez entrenado, sin embargo, el modelo se puede copiar y adaptar, y la comunidad de código abierto ha puesto a disposición pública unos recursos que, según el memorando de Google, están alcanzando resultados comparables a las costosas versiones privadas de Silicon Valley. Lo mismo ocurrirá con el ADN ambiental. El genio se ha escapado de la lámpara, y no va a ser fácil ponerle un cascabel.

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