Tenemos que arriesgar más en Ucrania
Muchos políticos occidentales parecen tener casi tanto miedo al triunfo de Kiev como a su fracaso. Ningún camino está libre de riesgos, y evitar un peligro inmediato puede suponer crear otros mayores en el futuro
En el momento de publicarse este artículo, miles de jóvenes ucranios están llevando a cabo sus últimos ejercicios de entrenamiento, revisando sus armas y esperando el Día D. En la gran contraofensiva ucrania que puede comenzar en cualquier momento, algunos morirán y muchos acabarán heridos. Ninguno seguirá siendo el mismo. Creíamos que todo eso había quedado atrás en 1945, pero esta es la Europa de 2023.
Nadie sabe lo que pasará en esta campaña. Nadie. Pero, por lo menos, podemos tener claro lo que queremos que ocurra y ayudar sin titubeos a los ucranios para que lo consigan. Una victoria decisiva de Ucrania es hoy la única vía segura hacia una paz duradera, una Europa libre y, a la larga, una Rusia mejor. Solo con eso ya celebraríamos el nuevo Día de la Victoria.
Los ucranios tienen una teoría de la victoria. Empieza con el triunfo en el campo de batalla y culmina con un cambio en Moscú. Lo preferible sería un cambio de régimen, quitar al criminal de guerra que ocupa el Kremlin. Ahora bien, si Vladímir Putin reconociera su propio fracaso —algo muy improbable— y retirara sus tropas, aunque permaneciera en el poder, eso también sería una victoria.
¿Cómo piensan los ucranios conseguirlo, con las fuerzas defensivas que tiene atrincheradas Rusia y su gran ventaja numérica y aérea? Una posible respuesta es que de la misma manera que ha ocurrido en otros momentos de la historia rusa, cuando sendos reveses militares desencadenaron las revoluciones de 1905 y 1917. Si el Ejército ucranio consigue avanzar con rapidez hacia el sur, hasta el mar de Azov, rodear a unas tropas rusas numerosas pero desmoralizadas y cortar las líneas de suministro a la península de Crimea, la moral de los militares rusos sobre el terreno podría hundirse y, con ella, la cohesión del régimen en Moscú.
La clave de esta hipótesis es Crimea. Los ucranios quieren llegar hasta la península (pero no intentar ocuparla de inmediato) precisamente por el mismo motivo por el que muchos responsables políticos occidentales prefieren que no lo hagan: porque Crimea es lo único que de verdad le importa a Rusia. Además, añaden los ucranios, su país nunca podrá tener una seguridad duradera mientras Crimea sea un gigantesco portaaviones ruso con las armas apuntadas contra su corazón.
Es una teoría de la victoria audaz y arriesgada, pero ¿hay en Occidente alguien que tenga otra mejor? Muchos políticos occidentales parecen tener casi tanto miedo al triunfo de Ucrania como a su fracaso. Cultivan la confusa idea de que existe una solución propia del cuento de Ricitos de Oro, ni demasiado caliente, ni demasiado fría, que permitirá alcanzar el nirvana de una “solución negociada”. Otros, más cínicos (los que se autodefinen como “realistas”), están dispuestos —en privado— a que Ucrania acabe perdiendo quizá la sexta parte de su territorio soberano, en una partición que puedan considerar “paz”. Sin embargo, en el mejor de los casos, se trataría de un conflicto semicongelado, latente, en espera de una nueva guerra. Es una nueva muestra de la falta de realismo del “realismo”.
La mayoría de los analistas militares occidentales opinan que Ucrania tiene pocas probabilidades de lograr una victoria tan decisiva, por lo que es irrelevante saber si ese sería el detonante de las deseadas consecuencias políticas en Moscú. Cuando hay dos ejércitos exhaustos, es más fácil defender que atacar. Ucrania tiene grandes puntos débiles en su defensa aérea. El hecho de que no haya más que una ruta clara hacia Crimea significa que Rusia se ha preparado para defenderla. (De modo que es posible que Ucrania intente otra cosa distinta; pero ni siquiera recobrar una parte sustancial de Donbás tendría los mismos efectos psicológicos en Rusia).
La contraofensiva puede desplegar nueve nuevas brigadas equipadas y entrenadas por Occidente pero que contienen una combinación de distintas armas occidentales y escasa experiencia en las complejas operaciones de armas combinadas que se necesitan para derribar las defensas rusas. Algunas capitales como Washington y Berlín se han pensado con muchos nervios cada entrega por temor a una escalada y eso ha hecho que los ucranios no dispongan, ni en cantidad ni en calidad, de los carros de combate, vehículos blindados, misiles de largo alcance y aviones de combate que podrían haber tenido si Occidente no hubiera estado frenándose a cada paso.
Estos seis meses van a ser decisivos. Si el próximo invierno,las fuerzas ucranias siguen empantanadas a medio camino, tal vez Occidente no proporcione un refuerzo militar comparable para emprender otra ofensiva la primavera del año que viene. Además de las dificultades objetivas para equipar nuestra industria de defensa con todo lo necesario, es posible que el apoyo político empiece a desvanecerse, sobre todo en Estados Unidos, en vísperas de las elecciones presidenciales de otoño de 2024. Entonces cundiría la desilusión en Ucrania. Putin seguiría en el poder. Podría utilizar su aparato de propaganda interno para justificar su ocupación parcial del territorio ucranio como una restauración histórica del imperio de Catalina la Grande.
La alternativa, quizá improbable pero aún posible, es una victoria ucrania indiscutible. Como eso significaría una derrota que ni siquiera la máquina de mentiras del Estado de Putin podría ocultar, el camino hacia la victoria acarrearía un momento de mayor riesgo. Aunque nadie sabe exactamente lo que está ocurriendo dentro de la caja negra del Kremlin, los análisis de los servicios de inteligencia indican que Putin ha hecho un simulacro y ha rechazado la opción de emplear armas nucleares tácticas, que no aportarían ninguna ventaja militar clara y enfadarían a China e India. Pero la situación en la zona de la central nuclear de Zaporiya es muy preocupante y el presidente ruso tiene a su disposición otras posibles acciones de guerra asimétrica, como un ciberataque o un ataque contra algún gasoducto.
¿Qué debemos hacer al respecto? No tener miedo y sí prepararnos. Ningún camino está libre de riesgo. Evitar un peligro inmediato puede suponer crear otros mayores en el futuro (que es el error que cometió Occidente en 2014). Y entre esos peligros no solo está la guerra recurrente en Ucrania, sino también que China se anime a atacar Taiwán. Ya ni sé la cantidad de veces que los ucranios me han dicho que el mayor problema de Occidente es el miedo. “Hay que elegir entre la libertad y el miedo”, declaró recientemente el presidente Volodímir Zelenski a Anne Applebaum y Jeff Goldberg en una entrevista para The Atlantic. Por consiguiente, tenemos que ser valientes y tener una pizca de la fortaleza que están demostrando esos miles de jóvenes ucranios mientras se disponen a arriesgar la vida para defender su libertad.
Soy muy consciente de que hay que evitar cualquier atisbo de heroísmo de sillón. Aunque de vez en cuando esté yendo a Ucrania durante esta guerra, no corro ni la más mínima parte del riesgo personal que corren los ucranios. Un Gobierno responsable debe identificar, prever y sopesar con cuidado los peligros reales de una escalada. La prudencia no es cobardía. Pero también hay que evitar otra cosa: la palabrería vaga sobre “paz” y “responsabilidad” que, en realidad, significa instar, o incluso obligar, a otras personas a sacrificar su hogar, su libertad y su seguridad para que los ciudadanos de países como Alemania, Francia o Italia puedan seguir disfrutando de los suyos, aunque solo sea por ahora. Occidente ya les ha hecho eso muchas veces a los pueblos de Europa central y oriental. No volvamos a hacerlo.
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