Filosofía en las aulas: escuela de libertad
Cabe cuestionarse en qué estamos convirtiendo la enseñanza obligatoria si se suprime el insustituible tiempo para contar con un espacio seguro, riguroso y abierto para pensar sobre la belleza, la justicia o la verdad
La última reforma de la ley educativa (LOMLOE) ha propinado un enorme varapalo a la enseñanza de la filosofía en las aulas escolares. Si bien esta asignatura será obligatoria en la etapa de Bachillerato, la Filosofía, como tal, ha desaparecido de los anteriores ciclos preceptivos de la educación, en beneficio de una descafeinada materia llamada “Educación en valores cívicos y éticos”, con una carga lectiva insignificante (una hora semanal). Por añadidura, se deja en manos de las comunidades autónomas ofertar Ética como optativa en el cuarto curso de la Educación Secundaria Obligatoria (ESO).
Un panorama francamente desalentador si tenemos en cuenta que las fuerzas políticas que han promovido esta reforma legislativa se comprometieron en 2018 a introducir la Ética como materia obligatoria en el mencionado cuarto curso de la ESO. No se trata de gremialismo ni mucho menos de un afán por encumbrar la Filosofía como mesiánica salvadora del sistema educativo. Pero cabe cuestionarse en qué estamos convirtiendo la enseñanza obligatoria si se suprime el insustituible tiempo en el que el alumnado puede contar con un espacio seguro, riguroso y abierto para pensar sobre la belleza, la justicia o la verdad. Se puede vivir sin reflexionar en todo ello, pero ¿entonces qué vida nos quedaría?
Así las cosas, podemos —y debemos— preguntarnos, en un contexto netamente tecnologizado y presidido por el imperio de las pantallas, en qué lugar queda el fundamental desarrollo de un criterio propio, de la autonomía individual y de la independencia de juicio. La filosofía no enseña a pensar, como defienden algunos docentes, pero sí nos obliga a hacerlo imperativamente, es decir, a confrontarnos de forma tan sana como ineludible con nuestros prejuicios. La filosofía nos empuja a hacernos responsables del ejercicio de nuestra propia libertad. Una educación a la altura de los retos de nuestro tiempo (desarrollo y auge de la inteligencia artificial, automatización de numerosos procesos, mercado laboral cada vez más precario e hiperespecializado, creciente deshumanización y tecnologización de las relaciones humanas) ha de proporcionar los instrumentos intelectuales necesarios para que la ciudadanía del presente y del futuro pueda pensar tal escenario con hondura, solvencia, decisión y madurez. Eliminar la Filosofía de las etapas más tempranas de la educación es sinónimo de abonar un peligroso y muy baldío terreno, el del analfabetismo funcional: las generaciones futuras sabrán y podrán razonar, leer o escribir, pero no querrán hacerlo porque todo se les da hecho, incluso el ejercicio del pensamiento. Los hábitos, ya lo dijo Aristóteles, hay que cultivarlos: la costumbre de pensar hay que fomentarla y entrenarla. Y quizá no exista amenaza que debamos atajar de manera más apremiante que la de permitir que piensen por nosotros.
En paralelo, una enseñanza sin Filosofía —es decir, sin pensamiento comprometido— en sus etapas obligatorias también puede coadyuvar al progresivo y muy alarmante deterioro de la salud mental de nuestros jóvenes, ya de por sí muy deteriorada a causa de la ansiedad y del estrés provocados por un futuro del todo incierto, que se traduce en una intensa falta de sentido en sus vidas, en una paulatina desorientación ética, en la desesperanza y la desazón o, por paradójico que resulte (y habrá quien se escandalice al leer esto), en la escasez de tiempo libre.
Nuestros adolescentes no tienen tiempo libre, carecen de ocio. La sigilosa ideología tecnológica nos ha transformado en sujetos permanentemente ocupados y atareados, especialmente a los adolescentes, consumidos emocional y afectivamente por la continua y muy agotadora exigencia de tener que compartir en todo momento su vida personal en las redes sociales, por el persistente apremio a ser más y mejor que los otros (el agudo incremento de los trastornos depresivos y de la conducta alimentaria causados por la autoexigencia y la constante comparación es muy doloroso). El instrumento nos ha instrumentalizado, y nos mostramos estúpidamente orgullosos de ello. El smartphone no nos hace libres. Más bien nos esclaviza perversa y silenciosamente. Cuando entro a un aula llena de adolescentes, todo cambia cuando trabajamos sin aparatos tecnológicos: miradas cómplices, gestos que apelan al otro, la vista levantada, hacia arriba, no drogada por las pantallas. Y entonces, la necesidad de comunicarse: aparece la palabra que nos singulariza, que ofrece el poder de conversar porque tenemos algo que decir, y, por tanto, surge así la conciencia de comunidad, de preocuparnos por los asuntos comunes. No se trata de demonizar la tecnología, sino de ayudar a comprender a nuestros jóvenes (y a los adultos) que los aparatos deben estar a nuestro servicio, y no al revés. De que estamos delegando nuestra agencia, nuestra capacidad para actuar, en máquinas. La filosofía cuestiona lo que damos por hecho y es, por ello, enormemente útil. Porque invita a reflexionar, a interrogar. La filosofía es una escuela de libertad cuyo lugar natural es, y debe ser, las aulas de colegios e institutos. La filosofía sirve para no servir.
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