Potencias débiles
Cuando vuelven a repartirse cartas en el juego del poder tras dos siglos de hegemonía anglosajona indiscutida, las fricciones aumentan
Siempre las grandes potencias mundiales exhibieron puntos flacos. Nunca como hasta hoy la debilidad llegó a ser tan consustancial a su poderío: parte intrínseca del mismo. Seguramente por eso, cuando vuelven a repartirse cartas en el juego del poder tras dos siglos de hegemonía anglosajona indiscutida, las fricciones aumentan, los recelos se disparan, los conflictos se multiplican y agravan, los foros de negociación capotan y la cooperación se dificulta.
Nos instalamos así en el reino de la inseguridad, la incertidumbre y un cierto desorden internacional. Que nos sorprende, acostumbrados como estábamos a la estabilidad de los equilibrios fraguados tras la Segunda Guerra Mundial. Y es que no está nada claro cuál sea el desenlace de esta pugna multipolar, ni siquiera si será de signo benéfico, benevolente, o traumático.
Cada una de las tres potencias acumula fragilidades distintas, pero todas ellas las tienen. La todavía superpotencia, EE UU, sigue siéndolo con holgura en el ámbito empresarial, de la innovación, la tecnología y el compacto industrial-militar. Y es aún la más capaz de fraguar las más amplias alianzas diplomáticas y estratégicas frente a los nuevos peligros.
Pero ahora, en la guerra de Putin contra Ucrania se han evidenciado sus límites: su incapacidad de concitar la complicidad activa del Sur profundo —apenas una porción muy menor de los distintos sures—, mostrando la peligrosa desnudez de su (relativa) soledad. Hipótesis, seguramente eso se deba a la nefasta gestión de Donald Trump, que hizo odioso su proteccionismo: un liderazgo inclusivo jamás proclama lemas egoístas como America, first (implica que todos los demás van a la cola, también sus aliados, nuevas e insólitas víctimas de las guerras comerciales del tycoon), ese trazo heredero del Britannia rule the waves (así que los otros eran meros transeúntes tolerados en sus mares). Y erosionó gravemente las plataformas multilaterales en que se arbitraban las compensaciones y límites a su poderío. La destrucción de la confianza es lo más arduo de recuperar. Adicionalmente, la incerteza sobre cuáles hayan de ser los nuevos amos del mundo dificulta aún más la tarea.
China aprovechó los intersticios, irradiando ayuda económica (por supuesto que interesada) en África y Latinoamérica. Usó su nueva riqueza y su creciente potencial fabril y exportador para monopolizar sectores enteros abandonados por los demás. Se ha erigido en inédito foco diplomático, atrayendo visitas de múltiples líderes, patrocinando procesos de paz (Irán-Arabia Saudí), forjando propuestas mediadoras en la guerra rusa. Y multiplica sus capacidades militares. Pero su potencia es quebradiza, como lo atestiguan sus desastres internos en la gestión de la pandemia. Las dictaduras son por definición ineficaces en labrar consenso y cohesión a largo plazo.
Y la primera potencia económica y comercial, la Unión Europea, que sigue siéndolo, se muestra vulnerable en sus puntos fuertes: el abastecimiento industrial es dependiente de materias primas de las que no dispone. Y la carcoma del autoritarismo (que abrasa la potencialidad china y amenaza la norteamericana), asoma la cabeza en Hungría y Polonia, pero también en Italia, Suecia y Finlandia. Y es la levadura de nuevas divisiones.
¿Y Rusia? Es un pálido fantasma. Quien solo sabe destruir a los pueblos amigos no cuenta para nada ni para nadie. Quedan eso sí, otros emergentes, pero componen una saga aún menor
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