Criar como nuestras abuelas trabajando como nuestras madres
Es curiosa y tierna la manera en que cada quinta consigue solucionar algunos problemas, pero estos acaban dando lugar a otros distintos para la siguiente
Tengo dos críos, uno de cinco meses y otro de año y medio, y los dos toman teta. Los he amamantado en bares, plazas o trenes, y nunca he tenido una mala experiencia, sino que incluso se me han acercado para animarme. Siempre han sido ancianas y siempre han acabado contándome que los suyos estuvieron amorraos hasta los no sé cuántos.
También he vivido lo contrario, amigos, familiares y conocidos a los que les parece que no está bonito que un crío que sabe contar hasta 10, que canta La vaca Lola y construye frases con sujeto, verbo y predicado, mame. En la indignación por la lactancia que se prolonga más de lo que al indignado le parece oportuno, suele haber también un patrón de edad: los agraviados casi siempre son boomers. Muchos van por la decimoquinta vacuna de refuerzo, pero cuando les cuentas que la OMS recomienda lactancia exclusiva hasta los seis meses y no destetar a los críos hasta los dos años, te ponen gesto airado. Son negacionistas de la teta.
Cuando identifiqué este patrón, empecé a preguntarme qué trauma tendrían con los senos, ellos que de vez en cuando aún rememoran a Sabrina y su tetazo televisivo. Tratando de desentrañar los motivos, me di cuenta de que esa manía seguramente tenga que ver con asimilar la liberación femenina a los valores tradicionalmente masculinos, con pensar que la producción es superior a los cuidados y que estos son una rémora. También caí en que es una ojeriza normal, como es natural que sean las ancianas quienes celebran la lactancia prolongada: todos tendemos a pensar que lo mejor para los niños es lo que nosotros hacemos o hicimos con los nuestros.
Las que fueron madres en los cincuenta y sesenta alimentaron a sus críos con leche materna durante mucho tiempo porque no había otra. Y los boomers nos atiborraron a biberones y papillas en los ochenta y noventa porque tampoco había otra; muchas mujeres empezaron a trabajar fuera de casa, así que no lo tuvieron fácil para amamantar. Además, empezó a cundir el modelo de crianza adultocéntrico, basado en la premisa de que los niños deben acoplarse a las necesidades de los adultos independientemente de las suyas propias. Fueron padres oyendo que los críos se embracilaban si los cogías, que tenían que mamar cada tres horas y que había un método para que durmieran solos que consistía en encerrarlos en su habitación y dejarlos llorar.
Y como a veces el progreso se parece más a un péndulo que a una flecha, a los que somos padres ahora nos recomiendan lo contrario: dormir con nuestros hijos y amamantarlos hasta que se matriculen en la universidad, no darles papillas, potitos ni leches de fórmula si no es estrictamente necesario, evitar la guardería siempre que sea posible.
Decía la cineasta Carla Simón que a las madres de ahora se nos anima a criar como nuestras abuelas pero trabajando como nuestras madres, y que eso es imposible. La maternidad nunca ha estado exenta de contratiempos, renuncias y cargos de conciencia, pero como sucede en otros ámbitos de la existencia, cada generación tiene los suyos. Y es curiosa y tierna la manera en que, intentando dejar el mundo mejor para los que vienen, cada quinta consigue solucionar algunos problemas, pero estos acaban dando lugar a otros distintos para la siguiente.
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