Parlamentarismo descafeinado
Con el abuso del decreto ley vivimos en una suerte de urgencia permanente gestionada en primera persona por el Ejecutivo en la que el Congreso no solo queda relegado a la condición de mero ratificador
Para comprender el modelo de parlamentarismo racionalizado que asume la Constitución de 1978 en España, hay que tomar en consideración que este discurre en un contexto dominado por los partidos políticos, protagonistas principales del escenario en el que actúan los Estados democráticos contemporáneos. La presencia de los partidos en el Parlamento y el Ejecutivo se perfila como elemento determinante de cara a explicar la profunda transformación que el sistema parlamentario muestra en la práctica. Para empezar, porque la tradicional dialéctica entre las cámaras y el Gobierno se sustituye por otra distinta, la que se entabla entre el binomio que forman la mayoría parlamentaria y el Ejecutivo, por un lado, y la oposición, por otro. De este modo, se impone un modelo de colaboración funcional entre poderes políticos, en el que la centralidad orgánica que la Constitución atribuye al Parlamento tiende a eclipsarse en beneficio del conglomerado político mayoritario. Sin perder de vista que, como sucede en España desde 2015, el contexto de fragmentación de la representación política en sede parlamentaria genera serias dificultades para armar una mayoría homogénea que sustente al Gobierno más allá de la investidura. Incluso en el marco de un Ejecutivo de coalición como el actual, no siempre se logra neutralizar entre sus componentes la intensa dinámica de polarización política concurrente. Así se desprende de las dificultades planteadas para preestablecer una mayoría estable que permita, como regla general, definir propuestas consensuadas en temas clave para la acción de gobierno (leyes de vivienda, transexualidad o solo sí es sí, entre otras).
La situación descrita, caracterizada por la existencia de unos niveles más intensos de pluralismo en la representación en las Cámaras, lejos de robustecer la institución parlamentaria, la debilita, operando en beneficio del Gobierno. Ahí está para confirmarlo el incremento exponencial que ha experimentado el decreto ley en las últimas legislaturas (especialmente a partir de la crisis de 2008). En la práctica, y a pesar de que su uso se vincula a circunstancias de “extraordinaria y urgente necesidad”, se ha impuesto como forma cuasi habitual de legislar, sirviendo para abordar la regulación de las cuestiones más diversas. Todo ello en detrimento de la ley parlamentaria y de la virtualidad deliberativa que caracteriza el procedimiento legislativo desarrollado en las cámaras. Vivimos en una suerte de urgencia permanente gestionada en primera persona por el Ejecutivo a resultas de la cual el Congreso no solo queda relegado a la condición de mero ratificador de la normativa gubernamental a través de su convalidación. Además, como consecuencia de la insatisfactoria regulación que el debate de convalidación presenta el Reglamento del Congreso, la capacidad de crítica de las minorías queda reducida a su mínima expresión, lo que supone un importante lastre en términos de calidad democrática del sistema. Por su parte, el ejercicio de la función de control ordinario del Gobierno por las Cortes no arroja un mejor balance. Baste con atender a las sesiones semanales de control, en las que asistimos a una permanente teatralización de las intervenciones a cargo de los responsables políticos. Por lo general, emergen narrativas paralelas mediante las que se constata el enfrentamiento permanente entre visiones contrapuestas de la realidad con respecto a las que la capacidad de encontrar puntos de convergencia se muestra como rara avis.
La última moción de censura celebrada ofrece otro significativo ejemplo del efecto de banalización que experimentan los mecanismos de fiscalización gubernamental a cargo del Congreso. Como es sabido, de las seis censuras planteadas desde la entrada en vigor de la Constitución solo una salió adelante, la que protagonizó en 2018 Pedro Sánchez. Habitualmente este mecanismo no fue utilizado con la pretensión de triunfar gracias a la formación de una mayoría absoluta alternativa en el Congreso. Antes bien, a través del mismo se buscaba poner en tela de juicio ante la ciudadanía la acción política del Gobierno, concentrando el foco de atención en la visibilización del aspirante a la presidencia del Ejecutivo, que actuaba como candidato. En este sentido, la presentada en 1980 por Felipe González contra el presidente Adolfo Suárez sigue siendo el ejemplo paradigmático. Como contrapunto, con ocasión de las dos últimas censuras planteadas por Vox parece emerger un significativo cambio de paradigma. En 2020, el candidato Santiago Abascal se centró no tanto en erosionar la actividad gubernamental sino en marcar distancias con su principal oponente electoral, el Partido Popular y su entonces líder, Pablo Casado. Con la última, este planteamiento se ha confirmado, puesto que más allá de la incorporación de un candidato ajeno al partido, el objetivo preferente ha vuelto a centrarse no tanto en la crítica al Gobierno sino en la de su inmediato rival político y su líder (ausente), Alberto Núñez Feijóo.
Nos encontramos, pues, con un Parlamento cada vez más alejado de la configuración funcional diseñada por la Constitución y que muestra significativas debilidades que operan a favor de la instancia gubernamental. Ante la recurrente incapacidad para actuar como contrapeso efectivo a la acción del Ejecutivo, recuperando parcelas propias de actuación, quizás sería más oportuno hablar no ya de parlamentarismo racionalizado sino de parlamentarismo descafeinado.
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