Santa columna
Mientras las alturas quieran, aquí seguiré, sometida con gusto al escarnio público, intentando discernir entre lo verdadero y lo falso para no acabar predicando en el desierto
Henos aquí reunidos otro Jueves Santo, y ya van siete desde que me cayó de las alturas este púlpito, digo columna, que es a la vez una bendición y una condena. Bendición porque cuántos ciegos quisieran ver a Dios, aunque no crean, que diría el piadoso ateazo de mi padre. Condena, porque la llevo permanentemente a cuestas llueva, truene o escampe, ande una inspirada o cerebralmente muerta. Llover ha llovido lo suyo desde entonces, pero tan privada y pequeña efeméride es una excusa tan válida como cualquiera para rendir cuentas. En este tiempo, confieso, he perdido brío, he ganado peso, he subido cejas, he bajado estrógenos, he tragado quina, he libado mieles, he soltado espuma por la boca, me han salido canas en los santos lugares y he pasado de saberme de corrido los teléfonos de media agenda a que, dos de cada cinco veces, se me olvide el pin de la tarjeta y hasta a qué demonios iba al cajero.
Ahí fuera, el mundo es el mismo, pero es otro y nunca volverá a ser el que era. Nos ha pasado por encima una pandemia que se ha llevado por delante a cientos de miles de vecinos y, a los que quedamos, nos ha dejado más pobres, más ansiosos, más perdidos, más solos. Hemos enterrado al Papa viejo y el joven Francisco acaba de salir del hospital tras verle las orejas a san Pedro, mientras los nuevos mercaderes del templo lo troleaban pintándolo como un gallo de pelea con plumas de rapero. Por casa, lo de siempre. Políticos dándose garrotazos enterrados hasta las corvas y negando 3.000 veces a quienes ungieron como discípulos hasta que las urnas pongan a cada uno en su sitio. La que firma, como suele: con la lengua fuera. Tecleando estas líneas en el móvil desde la procesión de todoterrenos rumbo al mar o a la montaña mientras fuera estalla la primavera. De todo, lo que más echo de menos estos días es lo que me parecía el tostonazo del siglo cuando lo tenía. La comida de Jueves Santo en casa de mis padres, con el consabido menú de potaje de vigilia, bacalao con tomate y torrijas de pan de barra seguido de una sobremesa de tres horas y media más anuncios durmiéndonos Ben Hur en la tele. Así que nada. Mientras las alturas quieran aquí seguiré cada jueves, atada por el cíngulo del compromiso y el amor propio a esta tribuna, como Cristo a la columna. Sometida con gusto a la flagelación y el escarnio público intentando discernir entre lo verdadero y lo falso para no acabar predicando en el desierto. Felices días de ayuno y vigilia. Aunque sea para saltárselos.
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