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Papa Francisco
Columna
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Por qué la Iglesia no será la misma después de Francisco

Nunca un papa romano ha sido tan tajante en recordar que la Iglesia original era la de los pobres arrinconados en la cuneta de la historia

Entrevista papa Francisco
El papa Francisco se dirige a su audiencia semanal en la plaza de San Pedro, el 30 de octubre de 2019.Alessandra Benedetti (Corbis)
Juan Arias

Al cumplirse diez años del pontificado de Francisco, la Iglesia ya no es, y probablemente no volverá a ser, lo que fue a lo largo de los siglos. De ahí el miedo y la prisa de los cardenales para que el primer pontífice de América Latina, el argentino Jorge Mario Bergoglio, se vaya lo más rápidamente posible.

La insistencia de una lobby de cardenales conservadores, sobre todo europeos, para que Francisco, a sus 86 años, renuncie y se retire del mando de la Iglesia lo revela sin tapujos.

Para mejor entender lo revolucionario que está siendo este pontificado ya no europeo sino de la periferia de la Iglesia, es necesario conocer desde dentro lo que la vieja iglesia, la de siempre, está sufriendo con Francisco.

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No se trata sólo del hecho de que ha comenzado a desbaratar tabúes incrustados en la piel de la Iglesia tradicional, como los relativos al sexo y a la importancia dada a las mujeres en el cristianismo. Lo que infunde no miedo, sino pavor en los cardenales más tradicionales es que el actual pontífice hizo la mayor y la más temida de las reformas en los 2.000 años de historia de la Iglesia: el haber renunciado no sólo al título de “papa” para volver a verse como, en los inicios de la Iglesia, el simple “obispo” de Roma que fueron Pedro y sus primeros sucesores.

Más aún, Francisco no sólo ha renunciado al apelativo de Papa, que entrañaba un poder secular en la Iglesia, sino que ha sido hasta ahora coherente con su decisión de volver a los orígenes de la Iglesia, y no sólo no se llama papa sino que decidió en lo cotidiano vivir como un simple obispo de Roma, tras haberse despojado de todos los signos papales y renunciado a vivir enclaustrado en los lujosos palacios pontificios para contentarse con un sencillo cuarto de un hotel.

La gran revolución de Francisco no ha sido poner de relieve que la Iglesia no sólo debe tener preferencia por los pobres y desamparados del mundo. Eso no les molesta ni a los cardenales más conservadores. Lo que sí asusta de Francisco es que predica con su ejemplo que dicha Iglesia no sólo debe ser de los más pobres, sino que ella misma debe dar ejemplo de pobreza y desapego de todo tipo de privilegios para vivir austeramente.

Tanto preocupa a los cardenales y obispos que siguen viviendo en el lujo y colmados de privilegios, emulando a los ricos, que el sólo hecho de que recientemente Francisco haya obligado a los cardenales de la Curia que viven en Roma a que paguen el alquiler de los palacios que están usando, ha sido visto como revolucionario y hasta populista. No lo es, pues entraña una fuerte revolución interna a la que la Iglesia tradicional se resiste.

La Iglesia conservadora y de los privilegios desea que pasen las turbulencias provocadas por los diez años de pontificado de Francisco. Tiene prisa en que acabe este paréntesis de papado franciscano “para volver a lo de siempre”, en expresión de un cardenal europeo.

Ello ha llevado a una campaña oculta de los cardenales más tradicionales a azuzar hasta a los periodistas para que le pregunten siempre si piensa renunciar por motivos de salud. No ven la hora de que salga de escena.

Francisco, que además de sentido del humor posee una gran simplicidad, ha sabido reaccionar sabiamente. Ha insistido en que ya ha dejado por escrito que, el día en que su capacidad mental le impida cumplir con sus funciones, puede ser retirado del poder.

¿Y ahora, ya que la Iglesia que sueña con verlo salir del poder desea que se vaya cuanto antes? Francisco, socarrón, acaba de responder que es verdad que sufre de fuertes dolores de una rodilla, algo que a veces le obliga a andar en silla de ruedas, pero que él “gobierna la Iglesia con la cabeza y el cerebro, no con la rodilla”. Y, con ese mismo humor que nunca lo abandona, añadió: “La verdad es que a veces me da un poquito de vergüenza presentarme en silla de ruedas”.

Puede parecer una niñez que un papa diga que tiene una cierta vergüenza de aparecer en silla de ruedas. Es un sentimiento profundamente humano y que lo despoja de los ribetes de divinidad. Recuerdo cuando el intelectual Eugenio Montini, el papa Pablo VI, tuvo que ser operado. Para que nadie pudiera ver a un papa en un hospital ―lo que podría arrancarle su aureola de poderoso―, le montaron todo un quirófano dentro del Vaticano. En toda la historia de la Iglesia un papa quiso aparecer como un ser humano más, no divino, que sólo por un cierto tiempo gobierna a la Iglesia universal.

Francisco es veces acusado también por la parte más progresista de la Iglesia de no haber tenido aún el coraje de romper con algunos tabúes atávicos de la vieja Iglesia como los del sexo y el de la plena participación de la mujer en el gobierno de la Iglesia. La verdad es que está dejando ya abiertas las puertas, lo que no es poco, para que su sucesor, si es alguien con su apertura, concluya la revolución por él iniciada, que es sin duda la mayor que la Iglesia ha conocido.

Lo que da miedo también de Francisco a los que no ven la hora de que acabe o renuncie es que por primera vez un jefe supremo de la Iglesia ha estado abiertamente en contra de todos los dictadores políticos, al contrario que en el pasado, cuando Roma los colmaba de privilegios. ¿Se acuerdan del dictador español, Francisco Franco, a quien el Vaticano había concedido privilegios que hoy hasta a los más moderados causarían espanto?

Nunca un papa romano ha sido tan tajante en recordar que la Iglesia original era la de los pobres y dejados arrinconados en la cuneta de la historia y no la que va del brazo de poderosos y tiranos. Por eso Francisco ha insistido todos estos años de pontificado en que la Iglesia debe estar al lado de las víctimas del capitalismo sin alma.

Francisco ha insistido desde el inicio en que el mercado, el nuevo dios de hoy, que concentra la riqueza del mundo en manos de un puñado de personas, no es capaz por sí sólo, con su dogma neoliberal, de acabar con la pobreza y hasta con la miseria que aflige a millones de personas.

¿Será un papa comunista como lo ven ciertos fieles conservadores, y hasta obispos y cardenales? No, por Dios. Es sólo un papa que al dejar de serlo y de llamarse como tal y tras haber renunciado a todos los privilegios que le otorgaba el cargo, ha vuelto a resucitar la fuerza del cristianismo primitivo, donde los que profesaban fe en el crucificado profeta judío Jesús eran vistos como peligrosos porque anunciaban un nuevo reino de paz y de diálogo entre todos los diferentes.

¿Pura utopía? No, más bien miedo de la vieja iglesia romana a que el nuevo y frágil Sansón pueda aún sacudir las empolvadas estructuras de una cierta Iglesia que ya no comulga con el nuevo mundo que está naciendo y que, querámoslo o no, es el nuestro. El papa Francisco lo sabe y hasta se ríe. Y sigue llamando por teléfono, pura herejía hasta ayer, para hablar con gente común, para felicitarla o consolarla o simplemente para no olvidarse de que también él sigue siendo un humano y no un dios encarcelado en rejas de oro.

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