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Tribuna
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Pero sí

No hay que temer a usar adversativas como “pero”, “sin embargo” o “no obstante”: introducen matices y dinamizan la discusión. Cuando en las conversaciones domina el blanco y negro, en las calles acaban mandando los grises, o los rojipardos

Una versión del meme "sí, pero", de la cuenta de Instagram @_yes_but
Una versión del meme "sí, pero", de la cuenta de Instagram @_yes_but

Una curiosa familia de memes recorre la Red. Basados en las ilustraciones de Anton Gudim, estos chistes gráficos se componen de una primera imagen, titulada “Sí”, en la que se presenta algún aspecto agradable de nuestra vida cotidiana, y una segunda imagen, titulada “Pero”, que implica su negación. A una maleta de ruedas, le sigue un incómodo empedrado. A un almendro en flor, una mujer alérgica sonándose. A un souvenir de Nueva York, una etiqueta en la que se lee “made in China”. En general, son contradicciones que revelan el carácter absurdo o hipócrita de nuestra existencia. Tienen su gracia. Sí, pero…

La gracia de estas imágenes reside, en buena medida, en el hecho de que las adversativas se han vuelto entre nosotros tan excepcionales, que nos resultan sorprendentes. En lugar de introducir matices, y dinamizar la discusión, el “pero”, el “sin embargo” y el “no obstante” son percibidos como un ataque frontal, cuando se refieren a las ideas del interlocutor, y como una traición, cuando se refieren a las convicciones del propio hablante. Sin duda, esta aversión por las adversativas es síntoma de una perversión de nuestra estimativa. Pues no hace falta ser Hegel para notar cómo en nuestras discusiones giran en bucle la tesis y la antítesis, como esos hámsteres en celo que se persiguen en la rueda. Sí, pero…

La expresión “no soy X, pero…” empezó siendo utilizada legítimamente desde posturas progresistas como un sarcasmo contra aquellos que trataban de ocultar perezosamente sus posturas clasistas, racistas o machistas. Pero el abuso de este tipo de estructuras, en consonancia con la interesada polarización de nuestra arena o arenero político, nos ha ido volviendo alérgicos a cualquier tipo de comentario, matiz o crítica, propio o ajeno, como si sólo fuese posible el asentimiento plenario o el rechazo absoluto. Lo cual ha acabado suponiendo una inhibición generalizada de las adversativas, por miedo a que estas sean sobreinterpretadas, y nosotros, condenados. Sabemos que cualquier palabra puede ser utilizada en nuestra contra. Así que nos callamos, resignados a ser dueños de nuestros silencios. Sí, pero…

Tampoco es cierto, como afirman algunos, que nadie se atreva a hablar. De hecho, no son pocos los que confunden la franqueza con el insulto. Porque, como las disensiones son consideradas ataques, preferimos atacar. Como suele decirse, ¿quién quiere la copia, teniendo tan a mano el original? Pero insultar no es hablar sin miedo. Sin miedo, por ejemplo, a descubrir que se estaba equivocado, y a cambiar, en tal caso, de postura (el lema de la próxima Ilustración bien podría ser “¡atrévete a equivocarte!”). No, insultar es esconderse tras las faldas de una facción que blande verdades como puños. Americanos. El resultado es un gran griterío, como el que forman esos perros que se ladran desde los balcones. Renunciamos, así, a los tonos intermedios, olvidadizos de que, cuando en las conversaciones domina el blanco y negro, en las calles acaban mandando los grises, o los rojipardos. Sí, pero…

No se trata de disolver los antagonismos consustanciales a toda sociedad en una especie de potito emocional, apto para bebés, y adultos sin dientes. Tampoco se trata de hacer la manta raya bajo el limo de las redes sociales, esperando a que nuestro rival cometa algún error. El debate político no puede ser una partida de hundir la flota, a ganancia de pescadores de almas. Debe ser duro y estimulante, y noble, y, sobre todo, sustantivo. Una lucha de titanes, no un anuncio de Titanlux. Sí, pero…

No hay verdadero debate si las adversativas sólo se dirigen contra el adversario, igual que no hay pedaleo si los pies no retroceden en algún momento. Para eso es necesario atreverse a buscar lo semejante en lo diferente, esquivando a su vez el abrazo del oso (que Dios dijo hermanos, pero no primos). Y también atreverse a buscar lo diferente en lo semejante, aguantando que te arrojen las 30 monedas (que no tenemos que ser serafines por ser afines). Debemos aprender, pues, a fintar a los Hunos y a los propios, balanceando entre el “sí, pero…”, que es la pierna de la crítica, y el “pero sí”, que es la del asentimiento. Sí, pero…

Parece que la lógica binaria del mercado político fuerza a nuestros representantes a ser maniquís (o manneken pises) del maniqueísmo. Pero eso habría que verlo. Pues, como sucede en el ajedrez, puede que el tablero político esté formado por casillas blancas y negras, mas eso no impide que los movimientos de las piezas sean infinitos. Que el voto simplifique no significa que el debate no deba ser complejo. Eso, sin contar que hay una partida que ganamos o perdemos todos, como en un escape room. Y es la partida de la democracia, con sus empedrados, sus alergias y sus falsos souvenirs. Sí, pero…

Pero sí.

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