El motín de la tilde
La aclaración de la RAE sobre el signo ortográfico instala en las redes a la lengua como jovial discusión pública

La pasión ortográfica es como casi todas las pasiones: fulgurante pero transitoria. Mientras dura se disfruta como ha disfrutado la ciudadanía del debate sobre un signo ortográfico, la tilde, a partir de una instrucción de la Real Academia Española (RAE) del día 2. No fue todo lo clara que hubiera sido deseable al puntualizar el uso de la tilde en la palabra solo para discriminar su valor como adjetivo o como adverbio. Lo reconoció el pasado jueves su presidente, Santiago Muñoz Machado, al comparecer públicamente tras el pleno y cancelar así una discusión que escapó al sosiego de las salas de los sabios académicos y llenó las redes de una riada de protestas, angustias, chistes y hasta amenazas, entre ellas la de algún académico con propensiones justicieras. Paradójicamente, la RAE hubo de salir al ruedo el jueves a explicitar su voluntad normativa y evitar, en palabras de Muñoz Machado, que “haya varias voces que lo expliquen”. De ahí sin duda que antes de comparecer, el presidente de la RAE obtuviese la conformidad por vía telemática de las 23 academias americanas de la lengua.
La pelea por la tilde no había llegado todavía a motín, pero es un clásico desde que en 2010 la RAE limitó su uso al valor diacrítico, es decir, solo se acentuaría solo cuando hubiese posible equivocidad de sentido por parte del escribiente. No es lo mismo decir que Javier está solo contra el mundo que decir que Javier está sólo contra el mundo. El primer uso sin tilde invita a la melancolía y el segundo, a la resignación: en el primero solo es adjetivo y en el segundo solo es adverbio. Pero el problema sigue desplazado a la ciudadanía, como casi siempre sucede con los usos de la lengua: si el escribiente ignora que existe el signo diacrítico (la tilde) puede no saber que la ambigüedad de la frase se desharía usándolo. Lo que queda claro es que la RAE no admite un uso desordenado y libérrimo de la tilde, que es lo que creyó buena parte de la ciudadanía díscola, esta vez aliada con una parte de la RAE.
No es extraño, por tanto, que la imprecisa norma del día 2 (esclarecida el día 9) de permitir en circunstancias muy tasadas el uso de la tilde despertase el pánico de la población ante el riesgo de incurrir sin saberlo en una vulneración de la norma académica. Una parte del pánico nacía de legítimas razones prácticas: el corrector editorial que tiene entre manos ahora mismo un texto para entregar el lunes debe saber forzosamente a qué atenerse, y peor aún es la situación para quien esté emplazado a examinarse de derecho matrimonial ese mismo lunes y no pueda evitar emplear la palabra solo en contextos dubitativos. La RAE esta vez ha reducido la pasión reglamentista y será el escribiente quien decida si existe o no ambigüedad y será entonces, y solo entonces, cuando pueda añadir la tilde. Aunque sea por una vez, el debate en torno al uso del signo ortográfico en la palabra solo ha acelerado el pulso polemista y felizmente jocoso de la ciudadanía.
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