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columna
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Jugar, la extraescolar esencial

Hoy percibo a mi alrededor una obsesión enfermiza por preparar a los niños para la gran competición futura en el mercado laboral.

Un grupo de niños juega durante el recreo en el patio del colegio.
Un grupo de niños juega durante el recreo en el patio del colegio.Javier Hernández
Elvira Lindo

Mi madre siempre estaba esperándome asomada a la ventana. Una vez que me veía venir por la acera de mi calle andando con las amigas dejaba su puesto de guardia. Mi madre nunca fue a buscarme a la puerta de la escuela, ni mi madre ni ninguna. Salíamos en tromba, como una corriente salvaje, y nos íbamos derechos a la panadería; allí dábamos cuenta de los donuts, los bucaneros y los tigretones. Por el camino nos íbamos encontrando y mezclando con chavales de otros colegios. Las calles de aquel barrio construido en los años sesenta se convertían en arterias donde la sangre infantil fluía gritona y bulliciosa. Al llegar a casa, siempre con alguna amiga, nos esperaban los payasos de la tele. Cantábamos a grito pelado las canciones y luego nos enfrentábamos a los deberes, que rellenábamos con desgana. Sin ánimo de idealización del pasado, no recuerdo que estuviéramos comidos por la ansiedad, desde luego la palabra estrés no existía, en parte porque siempre contábamos con horas para el juego. Las tardes se desarrollaban en el descampado cercano y suponía un alivio para las madres que, a pesar de amarnos por encima de su propia vida, estaban muy hartas de nosotros y celebraban la vuelta al colegio después de las vacaciones con una alegría no disimulada. Mi madre comentaba con otras madres de la escalera lo felices que iban a ser a cuenta de nuestra ausencia. Los niños escuchábamos frases crudas de boca de nuestras madres, pero no se nos hubiera ocurrido atormentarnos por ello, al contrario, eso propiciaba nuestra independencia porque sabíamos que las dejábamos en paz, enfrascadas en una novela o haciendo manualidades con la vecina.

Y luego vinimos las madres de los ochenta. Hoy tenemos fama de haber sido desnaturalizadas, desastrosas, negligentes. De no haber renunciado a nada por ser madres, de dejar a los niños con cualquiera y vigilar sus juegos desde el chiringuito del parque, eso sí, rastreando el terreno nada más llegar para barrer de jeringuillas los setos. Una vez hecha esa labor de limpieza tan propia de la época, lo nuestro era sentarnos en la terraza del parque tomando cañas con otras desnaturalizadas y fumeteando Fortuna sin parar. Con frecuencia, esas reuniones maternas, a las que iban uniéndose padres que se metían la corbata en el bolsillo, se alargaban y con unas malas tapas ya dábamos a los niños por cenados. Había algo que nos unía a nuestras madres, en casi todo tan diferentes a nosotras: se respiraba despreocupación, menos teoría psicopedagógica y aunque la culpa ya había empezado a popularizarse, provocaba menos daño que ahora. También el día a día era más sencillo porque nuestros niños iban a colegios del barrio, cercanos a las casas, eran raras las rutas hacia fabulosos centros del extrarradio. En definitiva, la vida de nuestras criaturas transcurría a no más de quince minutos de su casa y a pie. Debo decir que esos hijos de negligentes madres ochenteras no nos han salido tan mal. Gozaron todavía de la libertad de antaño y han sido las crisis económicas las que los han golpeado. Tal vez por ello es una generación atenazada por la nostalgia hacia esa infancia en la que lo tuvieron todo.

Hoy percibo a mi alrededor una obsesión enfermiza por preparar a los niños para la gran competición futura en el mercado laboral. Fue algo de lo que oí por vez primera en Estados Unidos y que me resultaba asombroso: niños en la casilla de salida desde preescolar. Siempre ocupados como ejecutivos con las materias extraescolares. Ahora, los que llevan a sus críos a la pública tratan de compensar alguna carencia del sistema, y los que los llevan a los concertados intentan distinguirlos de la media. Se diría que se les prepara para padecer ansiedad y aislamiento en la adolescencia. Esas criaturas, inmersas a tierna edad en la crudeza del mercado, andan desasistidas de la estabilidad emocional que proporciona el juego, la extraescolar esencial para la vida.


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Sobre la firma

Elvira Lindo
Es escritora y guionista. Trabajó en RNE toda la década de los 80. Ganó el Premio Nacional de Literatura Infantil y Juvenil por 'Los Trapos Sucios' y el Biblioteca Breve por 'Una palabra tuya'. Otras novelas suyas son: 'Lo que me queda por vivir' y 'A corazón abierto'. Su último libro es 'En la boca del lobo'. Colabora en EL PAÍS y la Cadena SER.

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