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Columna
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La lentitud

Sí, también los avances necesitan alcanzar a quienes interpretan las leyes, pues no hay partitura nueva que no suene desafinada a los músicos con telarañas en el oído

Irene Montero
La ministra de Igualdad, Irene Montero, atiende a medios a su llegada a un pleno del Senado, el pasado 31 de enero de 2023, en Madrid.Carlos Luján (Europa Press)
David Trueba

Pese a que vivimos en un mundo acelerado, en el que la inmediatez es un valor codiciado, las cosas importantes siguen respondiendo a una cadencia lenta. Ahí está, por ejemplo, la invasión de Ucrania emprendida por Vladímir Putin. Lo que vendió a los rusos como una intervención rápida para dominar el Gobierno de un país que consideraba satélite se ha transformado en una guerra estancada, medieval y cruenta. El ataque a la población civil es constante, la destrucción de infraestructuras básicas se considera una forma de estrategia. Ha sido precisamente el paso lento de los días el que ha permitido que quienes llevaban un par de décadas elogiando el talento autoritario de Putin comiencen de nuevo a asomar la patita. Ahora lo hacen disfrazados de pacifistas de nueva hornada. Desde Viktor Orbán o Silvio Berlusconi hasta la jefatura china, sin olvidar los populismos ultranacionalistas de seductora presencia en Europa, señalan ahora la paz. Al fin, pero la pervivencia de Putin en el mando ruso con la amenaza a cada país de su entorno nos obliga a exigir algo más que una paz a la chechena, cargada de silencio e impunidad.

A esta percepción de la lentitud como una oculta fuerza de orden, también se suma la dinámica de una política de titulares. Ha habido sobreactuación en la aprobación de leyes como la del consentimiento sexual, la transexualidad o la protección animal. Desde quienes las redactaban, demasiado personalistas cuando las leyes han de ser anónimas, pero también desde quienes se oponían de manera frontal. El clima generado impedía un debate natural. Pese a los errores, la histeria y esa sensación impostada de que el mundo se precipita a la catástrofe, será el tiempo quien acomode estas soluciones a la práctica cotidiana. Ya tuvimos en su día nuestra ración de alarma social cuando se aprobaron las normas antitabaco, el matrimonio gay o el carnet por puntos. Sin fumar en interiores la industria de la hostelería se hundiría, sin puntos medio país perdería su derecho a conducir su propio coche y las uniones entre homosexuales acabarían con la familia tradicional tal y como era reconocida durante siglos. La realidad, que es terca porque se deriva de la naturaleza, se impuso de manera callada. Los apocalípticos buscaron otra batalla para dar la tabarra y los demás nos incorporamos al avance de los tiempos con soltura.

El Gobierno acertó, por ejemplo, cuando en la exhumación de Franco no se dejó llevar por las prisas ni el arrebato. Ganó uno por uno los recursos, se apoyó en una y otra de las instituciones de control y hasta esquivó los eternos jueces en su taifa que pusieron zancadillas para sostener esa nostalgia franquista. Incluso hubo alguno que paralizó la salida del dictador del Valle bajo la excusa de que mover la lápida requería de permisos extraordinarios de ingeniería. Una jurisprudencia tan grotesca que habría paralizado todas la obras del país. Sí, también los avances necesitan alcanzar a quienes interpretan las leyes, pues no hay partitura nueva que no suene desafinada a los músicos con telarañas en el oído. El día a día se moldea con lentitud. Cuando vayamos viendo pasar los días comprobaremos cómo estas reformas se acomodan con total armonía a nuestras costumbres. Y entonces, al mirar atrás comprobaremos que hemos avanzado pese a que mover una costumbre es más complicado que mover un mueble.

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