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Columna
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Lo opuesto a lo que hacemos

España debería reflexionar, mucho más que intercambiar mensajitos oportunistas en redes durante los golpes de Estado ajenos, sobre el daño que causa a su aspiración de libertad la constante pelea partidista

Asalto al Congreso en Brasil
Partidarios de Jair Bolsonaro invaden el edificio del Congreso en Brasilia, el pasado 8 de enero.Marcelo Camargo (EFE)
David Trueba

Hace tiempo venimos escribiendo que el tirano contemporáneo conquista el poder con la complicidad de una parte significativa del pueblo, ese que concede a su rencor la capacidad de regir en su racionalidad. Incapaz de transigir con el avance de quienes le son ajenos, entiende cada conquista de derechos que no revierte en su beneficio como un agravio contra su posición. Enervado con las condiciones en que se desarrolla la vida moderna, busca un culpable para lo que identifica como su derrota particular y a partir de ahí establece una disparatada estrategia de guerra que acaba por ser, lo quiera o no, una deslegitimación de la democracia. Esta deriva no atiende a clasificaciones ideológicas, pues recurre a lo emocional como única argumentación. Las barreras de control le resultan inútiles o interesadas. Y por ahí comienza el desprestigio de la democracia. Prefieren a sus tiranos antes que a dirigentes electos si estos no responden a su catecismo. Y al utilizar ese trampolín, llegan líderes al poder que, por más democrática que haya sido su elección, ya no podremos despegarlos del mando ni con espátula. Todo lo pringan, lo ensucian y de todo se apoderan.

Uno de los aciertos mayúsculos del sistema democrático es que exige aceptar la derrota y el traspaso de poderes. Los síntomas de podredumbre afectan al poder que no ha permitido la alternancia. Todo mandato extendido por encima de los márgenes es necesariamente corrupto. Lo es incluso en su condición de magma temporal, pues hasta la paternidad es vomitiva si anula la autonomía del hijo llegada su hora. Por eso, si en algo se han parecido el asalto al Congreso de Estados Unidos del día de Reyes de 2021 y la invasión de los recintos de los tres poderes en Brasilia este comienzo de año es que toman su mecha de encendido en un mismo gesto político: el no reconocimiento de la derrota en las urnas por parte de líderes viscosos, de los que no saben despegarse de la sartén del poder. Trump y Bolsonaro han perturbado el dogma democrático de una manera brutal, hasta el punto de que probablemente sea necesario agilizar una norma que castigue con la inhabilitación política a quien no respete las decisiones de las juntas electorales una vez que son firmes y científicas. Tan sencillo como que no se puede admitir de director de hospital a quien, en lugar de creer en la medicina, propugna las supersticiones y las intuiciones.

Ningún país democrático está vacunado contra la autodestrucción. Por eso los organismos de control institucional, la separación de poderes, la independencia judicial y la autonomía de los servicios informativos públicos son la única barrera de protección de los ciudadanos ante sus propias mayorías. En este paisaje, España debería reflexionar, mucho más que intercambiar mensajitos oportunistas en redes durante los golpes de Estado ajenos, sobre el daño que causa a su aspiración de libertad la constante pelea partidista. La confrontación es un invento electoral que responde a la fabricación narrativa de un relato. Los fabuladores comprendieron, en el origen del cuento, que un conflicto por superar convierte en interesante la tarea del héroe. Pero la política no puede aceptar los parámetros de la ficción sin preguntarse a qué final le conduce. La convivencia no es la irremediable confrontación y eliminación del rival, sino exactamente lo opuesto.

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