El año de las madres buscadoras
¿Qué puede ser más revelador de la impunidad en México que cuando alguien no se resigna a que le hayan arrebatado a un hijo?
A Marisela Escobedo la mataron un diciembre. Murió a balazos afuera de la sede del poder ejecutivo de Chihuahua. Sus asesinos sabían que ella no pararía hasta que castigaran a quien mató a su hija. Y sabían también que estaba sola: las autoridades no la ayudaron en la búsqueda de su hija, en su demanda de justicia, en la investigación del criminal que le arrancó a Rubí, de 16 años. Eso era lo normal en 2010. Y lo es en 2022.
En este año mataron a otras madres buscadoras. ¿Qué puede ser más revelador de la impunidad en México que cuando alguien no se resigna a que le hayan arrebatado a un hijo no solo ha de rascar la tierra con sus propias manos para encontrar los restos de su ser querido, sino que se convierte en un nuevo objetivo del DO, de eso que ya es tan famoso que las respectivas siglas, propias de corporativos multinacionales, todo mundo reconoce?
La delincuencia organizada ha recibido el derecho de piso de instalarse en la normalidad mexicana. La diferencia más notable, acaso la única, entre las muertes de Marisela Escobedo en 2010 y las de, por ejemplo, Esmeralda Gallardo en Puebla este octubre o Carmela Vázquez en Guanajuato este noviembre, es la falta de conmoción social que las segundas provocaron. Y no está dicho para culpar al actual gobierno: en 2017, otro ejemplo, en San Fernando, Tamaulipas, mataron a la buscadora Miriam Rodríguez. Y nada.
Si México se volvió el país donde la gente desaparece y todo mundo bebe y baila al lado de las fotografías de vidas sustraídas por criminales que han encontrado que eso es más barato que solo matar, por qué la sociedad no habría de asumir que tampoco es gran cosa eso de que maten a las madres que no se conforman, a señoras aguafiestas que no encuentran en absoluto folclórico eso de cantar que la vida no vale nada.
Las madres buscadoras son los personajes del año. De estos años. De este primer cuarto de siglo mexicano. Madres que de Tijuana a Guadalajara, de Sonora a Veracruz, de Tamaulipas a Guerrero son palpitante evidencia de que el Estado es una gran fosa: un lote baldío de humanidad, un montón de tierra y piedras, así sean edificios que tienen letreros que dicen fiscalía, polvo que se acumula en decenas de miles de expedientes que nadie investiga, burocracia podrida por dentro, una promesa de justicia hueca y sin fondo.
El desamparo es eso que pasa en el país mientras todo mundo habla, todos los días sin cesar, de solo una persona; encima de un individuo al que le gusta hacerse la víctima. ¿No les jode? Evidentemente no, la opinión pública adora la política-entertainment. No de ahora, de antes. Pero nunca como hoy adora verse y medirse con él a primera hora de cada mañana y quedarse instalada ahí, haciendo ruido al ruido matutino, ser el eco de la propaganda, saberse alter-ego de quien adoran o abominan. Las verdaderas víctimas qué.
Un país como un carrizo: hueco por dentro. Una nación en donde las madres buscadoras hasta agradecen cuando autoridades asumen que lo más que pueden hacer es regalarles palas y guantes. Rásquense con sus uñas, madrecitas.
Porque la violencia en México ha dejado de ser real: para buena parte de la sociedad y para la totalidad de los gobiernos no existen personas víctimas de la delincuencia, sino estadísticas; no hay efectiva procuración de justicia, sino mediática promesa de cero impunidad; no hay un infierno –o muchos: por sus bloqueos y atentados los conoceréis— sino tendencias que comienzan a bajar; no hay descomunal crimen organizado, sino bucólicos eufemismos como malos/mañosos/losdelasletras/cárteles/grupos…
Por eso las madres buscadoras sí saben a quién pedir permiso. Aceptan la realidad que otros se afanan en ocultar. Ellas se dirigen a los criminales y solicitan dispensas propias de tiempos medievales: piden a los grandes señores que les permitan entrar a sus territorios, ahí donde ellos son soberanos, aunque la guardia nacional patrulle y los gobernantes declaren.
Nada más quiero buscar a mi hijo, renuncio a buscar responsables de la trinidad diabólica de su secuestro, muerte y desaparición; no quiero justicia, solo pido acceso a la tierra para devolver a esta, en campo santo en donde le pueda rezar, sus huesos y los hilachos de carne suya que queden, acaso la quijada rota, el cráneo agujereado, aunque sea un dedo de eso que fue sangre de mi sangre. Tengan madre y permítanme ese único deseo: enterrar a mi hijo en otro lado, en uno donde dios mande, no ustedes.
Porque cuando les digan que 2022 fue el año de la primera consulta de revocación de mandato, de dos reformas legislativas polarizantes como fueron la eléctrica y la electoral, de la ministra plagiaria y del suministro tiktoquero, de los audios de Alito, de las inauguraciones rabonas del Felipe Ángeles y Dos Bocas, de cuatro gubernaturas más para el oficialismo, de corcholatas que ni disimulan que tienen gas de sobra para destaparse, de la inflación récord y de los empresarios acarreados, no se vayan a ir con la finta.
Si una mujer que va a reconocer a su pareja al forense acaba acribillada ahí mismo. Si ponen en un paredón a una docena de michoacanos y los fusilan. Si las masacres, “ja ja ja”, siguen lo mismo en Guerrero que en Guanajuato. Si Caborca arde, si Zacatecas está secuestrada. Si matan generales y desaparecen coroneles. Si la prensa es atacada con balas en Tijuana y Ciudad de México. Si matan a madres que solo querían enterrar a sus hijos. Entonces el año de dios en suelo nacional fue un año más donde la violencia gana.
No todo está perdido, es cierto. Hay algunos avances en la comisión nacional de búsqueda y en un mecanismo de identificación. Y de otros esfuerzos estatales. Reconocibles acciones germinales, promesas que a saber si sobrevivirán a los cambios sexenales, al alud de inercias e intereses que quieren que nadie le mueva. Ni las madres, ni funcionarios que de repente se creen su misión. Mire mi lic, ¿y si mejor esperamos a que las dádivas presidenciales hacen el milagro de la pacificación? Abrazos, no justicia.
A Marisela, a Carmela, Esmeralda y Miriam las mataron balas iguales a las que se llevaron las vidas de sus hijas e hijos. Fueron los criminales y fue el Estado porque las promesas del “nunca más” que se oyó en 2010 luego de que Marisela cayera frente al Palacio de Gobierno chihuahuense no fueron honradas. Por los políticos y por la sociedad.
A otras madres buscadoras, incluidos algunos padres de Ayotzinapa, las mató la espera en vano, la tristeza inabarcable ante las demostraciones de poderío de los impunes, y la ausencia de verdad, justicia y reparación. De varios de esos decesos también se dio cuenta este año.
Termina 2022 y habrá quien celebre la baja porcentual en asesinatos. Qué bueno que sean menos, pero a ese ritmo el infierno tardará en apagarse. Y hablamos de homicidios cometidos, no crímenes resueltos con autores castigados. Para eso falta una eternidad más inconmensurable que la que padecen las madres buscadoras, si es que no las matan.
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