En busca de los feminicidas de México
Las fiscalías que investigan las muertes violentas de mujeres con mirada de género son recientes en la justicia mexicana, y han tenido que construir métodos y formas de lidiar con la parte más brutal de la misoginia de la sociedad. EL PAÍS accedió a la intimidad de estas unidades en Ciudad de México y en el Estado de Morelos para documentar cómo trabajan quienes persiguen a los feminicidas
Después de revisar cientos de expedientes de mujeres asesinadas, de analizar dónde las matan, cómo las matan, quiénes las matan, la misoginia adquiere una consistencia más espesa. Se la ve atravesar la ciudad como los cables: “Cuando hice este trabajo caí en la cuenta de cuánto nos odian y de que cada vez nos asesinan con más saña”, dice ahora la geógrafa Diana Esbrí, un martes por la mañana, debajo del globo terráqueo que cuelga del techo de su oficina. Esbrí dirige la Unidad de Análisis y Estadística de la Fiscalía de Feminicidios de Ciudad de México y se refiere al Atlas de feminicidios que han publicado este año: un mapeo que sistematiza la información de los homicidios contra mujeres en la capital mexicana desde 2019, año en que se empezó a construir la fiscalía especializada.
Los casos en el mapa, el análisis estadístico, los patrones de conducta, son importantes para entender la violencia machista como un fenómeno con sus propias reglas, pero son más esenciales aún para enseñar a otros a verlo así. A finales de 2019, por la época en que se publicó el acuerdo para crear la fiscalía en la capital, el asesino de Lesvy Berlín Osorio —su novio— fue condenado a 45 años de cárcel. Lesvy había sido encontrada sin vida en el campus de la Universidad Nacional Autónoma de México en 2017, estrangulada con el cable de una cabina telefónica. Dos días después, la entonces Procuraduría declaró que la joven de 22 años “era alcohólica y mala estudiante” y, básicamente, la responsabilizó de su propia muerte. Durante meses, los investigadores intentaron demostrar que había sido un suicidio, la hipótesis predilecta de los agentes que se niegan a mirar a los agresores. Fue la áspera batalla legal de su familia —y la indignación colectiva— la que obligó a la justicia a abrir los ojos y a reclasificar el caso como un feminicidio.
Para investigar la muerte violenta de una mujer, todos deben ponerse “unos anteojos ficticios para ver las desigualdades de género”, dice la titular de la Fiscalía de Feminicidios del Estado de Morelos, Fabiola Betanzos, una mañana de septiembre. La unidad que ella dirige nació en 2019, al igual que la de Ciudad de México. Casi una década antes, en 2010, Mariana Lima Buendía fue encontrada sin vida en la casa donde vivía con su esposo, un policía ministerial, en el Estado de México. En un principio, el caso fue investigado y cerrado como un suicidio. Cinco años después, la Suprema Corte le otorgó un amparo a su madre y ordenó a la Procuraduría rehacer la investigación. Las pruebas de que su marido la agredía eran tan evidentes —la amenazaba con matarla con un bate, la violaba mientras la encañonaba con el arma, la acusaba de robarle dinero, según los testimonios de sus allegados— que resulta difícil creer que la ceguera de los agentes fuera involuntaria.
Aquel fallo de la Suprema Corte sentó el principal precedente judicial para la lucha contra la violencia de género en México: la sentencia obliga a que toda muerte violenta de una mujer sea investigada como un feminicidio. “De la unión de estos casos, de estas dos mujeres, Mariana y Lesvy, surgió esta Fiscalía”, le dice a EL PAÍS Sayuri Herrera, primera fiscal de feminicidios de Ciudad de México y actual coordinadora de la Agencia de Delitos de Género en la capital. “Ellas fueron semillas de justicia para el resto de las mujeres”.
El terreno donde deben cultivar estas semillas es árido: en 2021, según cifras oficiales, casi 4.000 mujeres fueron asesinadas en el país, y un 95% de los delitos no se resuelven. Solo el equipo de la fiscalía especializada en Ciudad de México tiene entre manos unas 850 carpetas de casos para investigar desde su creación. Y en las fiscalías estatales donde no cuentan con unidades o protocolos de género, responsabilizar a las mujeres de sus propias muertes sigue siendo una estrategia popular para enfrentar los casos. En abril, cuando la joven Yolanda Martínez desapareció en Monterrey, la Fiscalía de Nuevo León sostuvo que se había ido por voluntad propia y luego que se suicidó bebiendo veneno. En julio, cuando Luz Raquel Padilla murió en Zapopan tras sufrir quemaduras por alcohol, la Fiscalía de Jalisco insinuó que ella misma se había prendido fuego. En agosto, cuando Abigail Hay fue encontrada muerta unas horas después de que la detuviera la policía de Salina Cruz, en Oaxaca, las autoridades dijeron que se había ahorcado con su ropa interior.
Los equipos que componen las fiscalías de feminicidios tienen que pelear, simultáneamente, contra crímenes puntuales y contra una cultura generalizada. Estas crónicas cuentan cómo lo hacen a diario en la capital del país y en el Estado de Morelos.
Dentro de la Fiscalía de Feminicidios de Ciudad de México
El 31 de octubre de 2020, una mujer de 39 años fue asesinada en la colonia San Andrés Totoltepec, cerca del Ajusco. No era la primera vez que encontraban un cadáver en esa zona poblada de cerros y de bosques en el suroeste de la ciudad, pero este caso era distinto: al cuerpo de la mujer le habían arrancado los brazos, las piernas y la piel de la cara. A la mañana siguiente, cuando el sitio se llenó de policías, peritos y agentes de la Fiscalía de Feminicidios de Ciudad de México, Fanny estaba entre ellos. “Tardamos una semana en encontrar a su familia, porque no sabíamos quién era”, recuerda ahora, casi dos años después, en las oficinas que tiene la unidad en la colonia Doctores.
Fanny tiene menos de 30 años, la pistola enfundada del lado izquierdo y los ojos pintados de morado. Prefiere que solo se la nombre como Fanny por cuestiones obvias: dirige un pequeño equipo de la Policía de Investigación (PDI) encargado de resolver algunos de los casos más complejos que llegan a la Fiscalía. Como el de la mujer del Ajusco. Cuando consiguieron identificar a la víctima y contactar a la familia, cuenta Fanny, averiguaron que la mujer salía con un taxista. El asesino se había quedado con su celular y les escribía haciéndose pasar por ella: les decía que se había ido a vivir lejos. La geolocalización de ese teléfono fue el punto de partida de una pesquisa que los llevó, un mes después, a la detención de un hombre de 44 años identificado como Arturo “N”, hoy conocido como “el feminicida serial de Tlalpan”. Pero entonces no sabían que aquel chofer, al que los vecinos consideraban “una persona intachable”, iba a terminar procesado por tres feminicidios más.
Unos días antes de su captura, durante la investigación, Fanny se subió al taxi del sospechoso como pasajera encubierta. Le dio charla. Hablaron de la inseguridad en la zona. “Me empezó a contar que había habido varias muertes de mujeres por ahí y me dió detalles que no se sabían ni siquiera en medios de comunicación”, recuerda la agente. Una vez que lo detuvieron, ella y su equipo empezaron a poner puntos en el mapa, a repasar casos de mujeres asesinadas en las colonias de Tlalpan y a reunir información dispersa en distintas fiscalías y ministerios. Miraron con anteojos de género y encontraron patrones: empleadas domésticas de entre 35 y 43 años, físicamente parecidas, con las que el taxista construía una relación de confianza e intimidad, y luego aparecían muertas. “Descubrimos que fue perfeccionando su forma de matar”, cuenta Gustavo Casillas, comandante de la Policía de Investigación de la fiscalía: “Primero, solo asfixiaba a las mujeres; después, les cortaba las manos para que no fueran identificadas por las huellas dactilares; luego llegó a arrancarles la piel de la cara”. Las pruebas de ADN terminaron de hacer el trabajo: el hombre fue vinculado con pruebas a cuatro asesinatos, y los agentes creen que podría estar relacionado con hasta ocho casos.
El arresto de Arturo “N” no solo fue emblemático por tratarse del primer feminicida serial capturado en la ciudad —así lo anunció la fiscal general Ernestina Godoy en mayo del año pasado—, sino también porque exhibió el valor de contar con una unidad enfocada en los problemas de género a la hora de combatir los crímenes contra las mujeres. Las víctimas asociadas con este caso, por ejemplo, pertenecían todas al grupo de edad más vulnerable a los feminicidios en la capital, según las estadísticas que lleva la fiscalía —mujeres de entre 30 y 59 años— y contaban con un elemento común en más del 50% de los casos: tenían una relación sentimental con el agresor. “La relación víctima-victimario no se sistematizaba antes y es fundamental porque es una de las claves para clasificar el tipo penal de feminicidio”, explica la geógrafa Diana Esbri.
De las muertes violentas de mujeres, solo entre el 30% y el 35% son clasificadas como feminicidios por las autoridades, de acuerdo con el Observatorio Nacional del Feminicidio. Las organizaciones civiles señalan que hay un claro subregistro de casos. Y la falta de unidades especializadas o protocolos de género en muchos sistemas judiciales del país hace imposible reducir esta cifra negra. Nadie encuentra aquello que no busca. Para que el asesinato de una mujer sea clasificado como feminicidio, explica Héctor Miguel Ortiz, agente en la Fiscalía de Feminicidios de México, ellos buscan la presencia de lo que llaman “razones de género”. Por ejemplo: comprobar si existían antecedentes de malos tratos o violencia psicológica; si hubo una agresión sexual previa al asesinato; si el cuerpo de la víctima fue expuesto en algún lugar público, si tenía lesiones previas; si existía una relación sentimental entre la víctima y su asesino. Confirmar la presencia de estas variables, dice Sayuri Herrera, es la forma que tienen “para hacer objetiva la discriminación y el odio hacia las mujeres”.
—¿Qué relación tenía con el agresor? ¿Había denunciado antes? —pregunta la secretaria judicial ahora, un jueves por la tarde, a dos mujeres sentadas frente a ella.
Las que declaran son la hija y la hermana de una mujer que fue apuñalada en el estómago por su marido con unas tijeras. El ataque fue hace una semana. Después de días de agonía, la víctima acaba de morir en el hospital. En un inicio, la fiscalía había abierto una carpeta de investigación por tentativa de feminicidio, porque la mujer había sobrevivido. La carpeta acaba de cambiar a delito de feminicidio. Las dos mujeres nunca habían estado en un lugar así. Están devastadas, pero necesitan respuestas. Y el equipo de la fiscalía tiene la instrucción de devolverle la confianza a las víctimas. De mostrar a las víctimas y a sus familias que denunciar las tentativas de feminicidio sirve.
“Tenemos que aprovechar que esas mujeres han decidido venir hasta acá para romper el ciclo de la violencia”, insistirá después Sayuri Herrera a su equipo, durante una de las capacitaciones que organiza periódicamente para el personal de la fiscalía. Herrera es abogada y psicóloga. Tiene 41 años, un trato amable pero directo, un pasado orgulloso como activista estudiantil y sindical, y una sólida trayectoria en la defensa de víctimas de violencia de género. Cuando ganó el concurso para convertirse en la fiscal de feminicidios de Ciudad de México, de hecho, ya tenía un nombre en el movimiento feminista: ella fue una de las abogadas que logró la sentencia condenatoria contra el feminicida de Lesvy Berlín Rivera. Su experiencia previa no solo le dio legitimidad a su cargo, sino que la llevó a tratar de construir una fiscalía que responda a las complejidades de una violencia que desgarra, junto con la vida de las víctimas, a todo un universo de afectos y relaciones.
Solo el equipo de la Fiscalía de Feminicidios de Ciudad de México tiene entre manos unas 850 carpetas de casos para investigar desde su creación.
Las oficinas de la fiscalía que acaban de quedar a cargo de una nueva fiscal, Brenda Celina Bazán —una agente del Ministerio Público con más de una década en la persecución de delitos de género, que fue la encargada de volver a investigar el caso de Mariana Lima— tienen una ludoteca con juguetes y peluches. Allí, esta tarde, dos niños muy pequeños esperan junto a personal de la Fiscalía. Su padre ha sido detenido mientras vendía pan en una feria del Valle de México. Está acusado de abusar sexualmente de los menores y de matar a su esposa, a la que en un principio denunció como desaparecida. La dependencia tiene también grandes espacios abiertos, concebidos para que trabajen en conjunto los policías de investigación, los agentes ministeriales y los peritos. Allí, el equipo se reúne para escuchar el testimonio de Fabiola Pozadas y Carolina Ramírez, dos víctimas de intento de feminicidio que han venido a contar su experiencia. “La primera que no quiere creer que ha vivido una tentativa es una”, dice Pozadas, “porque resulta aplastante que el que te quiso matar fue una persona que te dijo que te amaba”. Y narra el maltrato y la indiferencia que recibió de las autoridades años atrás, cuando acudió a denunciar.
En 2021, según cifras oficiales, fueron asesinadas en México casi 4.000 mujeres. De todas las muertes violentas, solo entre el 30% y el 35% son clasificadas como feminicidios por las autoridades, sostiene el Observatorio Nacional del Feminicidio.
Aunque la Fiscalía de Feminicidios de Ciudad de México cuenta actualmente con más de 100 personas bajo su órbita, Herrera reconoce que los recursos y las manos son insuficientes para el trabajo que entraña combatir los feminicidios en una ciudad con una población estimada en 21 millones de habitantes —entre residentes y población flotante—, capital de un país en el que, en promedio, cada día son asesinadas entre 10 y 11 mujeres. Cuando la unidad empezó a funcionar, en 2020, era peor: trabajaban en un pasillo pequeño y mal iluminado lejos del centro, con un equipo de nueve agentes ministeriales y 13 policías de investigación. Muchos de ellos le decían a la fiscal que se habían “sacado la rifa del tigre”, una expresión coloquial que se usa en México para describir la suerte de que te toque una tarea titánica, que nadie más quiere hacer.
Un perito toma fotografías en un tiradero de basura de la colonia Iztacalco, en el oriente de la capital mexicana, donde fue encontrado el cadáver de una recién nacida en una bolsa de plástico.
Pero el desafío de la Fiscalía de Feminicidios siempre ha sido transformar la forma en que la justicia mira los crímenes contra las mujeres. Y eso supuso transformar, primero, la mirada de muchas de las personas que hoy trabajan dentro de la unidad. Para Sayuri Herrera y para otras mujeres que la siguieron significó pegar el salto del activismo en las calles a trabajar desde dentro de instituciones que un día cuestionaron. Para el comandante Gustavo Casillas y para otros agentes de su equipo implicó un cambio en la forma de ver los homicidios y empezar a tomar conciencia de la necesidad de educar sobre género en sus casas y en las escuelas, de pensar no solo en las mujeres de sus propias familias, sino en toda una cultura. Y para mujeres como Fanny, implicó replantear radicalmente la vida. Tres años antes de ayudar a capturar al feminicida serial de Tlalpan, Fanny trabajaba como asistente administrativa en una empresa y “era muy, muy miedosa”, dice. Entonces decidió confrontarse, abandonó su empleo como secretaria, y se puso en la primera línea de la pelea. Porque ya estaba cansada de vivir con miedo.
Debajo de las uñas de una mujer asesinada en Morelos
El cuerpo de una mujer asesinada habla. Su posición, sus marcas, su ropa, el hecho de que lleve ropa: dicen cosas. La fiscal lo explica como si fuera una especie de idioma codificado. Delante de ella, sobre la mesa de la morgue, descansa el cuerpo de una mujer vestida de pies a cabeza. Es la media mañana de un martes de septiembre y la encargada de la Fiscalía Especializada en Feminicidios del Estado de Morelos observa el cuerpo con precisión científica. Después de varios minutos de silencio en esa habitación blanca y fría donde el olor a descomposición alcanza cada célula del estómago, comenta: “Recauden muestras de lo que trae en la ropa, podrían ser elementos pilosos de un animal, pelo de gato o de perro”. La fiscal no lo sabe aún, pero esa pequeña observación acabará por ayudarle a resolver el caso.
“Una femenina de 30 años”, dicen los peritos, como si aquella víctima de violencia machista no tuviera nombre. No es apatía: todavía tienen que confirmar de quién se trata. “Cuando a nosotros nos dan aviso de que hay un cuerpo sin vida, no sabemos quién es. No tenemos ninguna historia de ella. Hay que reconstruir los pasos de esa víctima porque lo único que tenemos es el lugar del hallazgo y los indicios que encontramos de primera mano”, explica la fiscal.
El levantamiento del cuerpo que está en la morgue se hizo ese mismo día, a las cero horas y un minuto, en un municipio cercano a Tepoztlán, un pueblo que los fines de semana se llena de turistas provenientes de Ciudad de México, a pocos kilómetros de ahí, y de Cuernavaca, la capital de Morelos. El cadáver no tiene lesiones evidentes y a primera vista todos coinciden en que ha muerto asfixiada. Más tarde, ese mismo día, la teoría será confirmada a través de una necropsia. Uno de los analistas señala un pedazo de tela en el cuello, posiblemente el elemento con el que la mataron, dice. Las manos del cuerpo no se distinguen muy bien: están cubiertas con unas bolsas de papel. Se las han puesto los especialistas cuando la hallaron, uno de los pasos de un estricto protocolo que siguen ante cada posible feminicidio para evitar que se pierda evidencia. Podría tener ADN de su agresor debajo de las uñas. “La víctima siempre se queda algo del victimario y el victimario se lleva algo de la víctima”, comenta la fiscal. Lo difícil es descubrir qué se ha llevado cada quien.
Fabiola Betanzos se quita el overol descartable al salir del Servicio Médico Forense de Cuernavaca. Es una mujer joven de estatura pequeña, pelo corto y pasos rápidos. Prefiere no decir su edad. Lleva un blazer formal y unos tacones de no menos de 10 centímetros de altura que maneja como si hubiese nacido con ellos. Hasta junio de 2019, Betanzos era fiscal de la unidad encargada de feminicidios de Morelos, uno de los Estados a la cabeza en este delito en un país en el que matan en promedio a 11 mujeres cada día. Después de esa fecha, la fiscal general del Estado creó una fiscalía especializada para atajar unas cifras siempre al alza y ella fue nombrada la titular.
Una hora antes de entrar a la morgue, la fiscal estaba sentada en una oficina reunida con el fiscal General del Estado, Uriel Carmona. Entre ellos comentaban los detalles de un caso tras otro con la naturalidad de quien asiste el horror de forma cotidiana: una joven estrangulada y arrojada en un basural; una niña de 10 meses abusada, golpeada y asesinada por su padrastro; una mujer mayor que recibió más de 20 puñaladas en un asalto en su casa… Betanzos recuerda detalles de decenas de casos de los últimos años. “Lo que vemos nosotros no es normal”, dice.
Un grupo de policías de Morelos participan en un operativo en Ocotepec, a las afueras de Cuernavaca, durante la investigación de un caso de feminicidio.
Morelos registra la segunda tasa más alta de feminicidios de México, según los datos de 2021 del Secretariado Ejecutivo del Sistema Nacional de Seguridad Pública. Los meses que han pasado de este año sugieren que el 2022 no va a ser mejor. Entre enero y agosto unas 600 mujeres fueron asesinadas; 23 fueron en Morelos. Betanzos asegura que su pequeño Estado va siempre a la cabeza porque los demás no hacen bien la tarea de contabilizar los casos. Nadie quiere que se disparen las cifras, explica. En su oficina hay días que reciben hasta cinco casos.
—¿Por qué siguen subiendo los feminicidios?
—Por falta de prevención. El feminicidio es la última fase de la violencia contra las mujeres. Esta mujer sin vida pasó por varios momentos hasta llegar al feminicidio. Cuando llegamos a un feminicidio es porque todo falló. Las instituciones fallamos, la sociedad falló.
En Morelos, cada vez que hay una muerte violenta de una mujer, intercede la Fiscalía de Feminicidios como parte de un protocolo. Ante un cadáver que fue encontrado, los pasos a seguir son específicos. Preservar el lugar del hallazgo, involucrar a los peritos que el caso requiera, seleccionar las rutas de entrada y salida del lugar para que puedan usar los analistas, entrevistar a testigos y familiares, buscar cámaras cercanas que puedan ayudar a entender lo que pasó. Cada paso tiene un momento y autor específico, y todos deben ponerse para trabajar unos “anteojos ficticios para ver las desigualdades de género”, explica la fiscal.
La fiscal de Feminicidios de Morelos, Fabiola Betanzos, examina el cadáver de una víctima que fue encontrada la noche anterior en el Servicio Médico Forense (Semefo) de Cuernavaca.
El nombre burocrático de esos anteojos es perspectiva de género. Investigar un feminicidio es entender el contexto que llevó a una mujer a esa situación, es reconstruir una vida como si fuera “un rompecabezas”, dice Betanzos. La fiscal habla ahora sentada en su oficina, en la otra punta de la ciudad, donde está la fiscalía que dirige. Cruza Cuernavaca al menos dos veces al día, y, como muchos fiscales en México, lo hace en una camioneta blindada, acompañada de dos guardaespaldas. Investigar un delito en México es muchas veces sinónimo de vivir bajo asedio. Por su trabajo ha recibido amenazas, mensajes anónimos y narcomantas. El año pasado, incluso, un comando armado ingresó a su casa. No sabe aún qué buscaban, porque no se encontraba allí, pero pudo verlo todo registrado en las cámaras de seguridad. No le da miedo, dice, solo la alerta.
La Fiscalía de feminicidios se encuentra en el barrio Delicias, en el este de Cuernavaca. Es un edificio de tres pisos, frío, sin mucha gracia. Esa dependencia, donde trabajan 24 personas, opera con menos de nueve millones de pesos al año (menos de 500.000 dólares). El único rincón decorado es la oficina de la fiscal, donde dos cuadros y un sillón intentan dar un poco de alma al lugar. Betanzos pasa la tarde allí recibiendo familiares de mujeres que fueron asesinadas meses o años anteriores. Todos quieren saber cómo va su caso, todos quieren asegurarse de que el feminicida vaya preso o no salga de prisión. La fiscal les transmite una confianza que como pocas veces un funcionario público lo hace:
—Hemos hecho todo lo humanamente posible— dice ella.
—Le creo —responde el viudo.
—No le puedo devolver a su mujer y a su hija, pero puedo darle justicia.
—Por favor —dice él. Y se larga a llorar.
Betanzos le da su número personal para que la llame cuando considere y el hombre se retira más tranquilo de lo que llegó. La imagen, con diferentes personajes, se repite una y otra vez como si fuera un desfile de familias rotas por la violencia de género. La fiscal les repite una sola promesa: “Se va pudrir en la cárcel”. Ante tanto desconsuelo, el punitivismo parece ser lo único que da luz. “Lo único que podemos hacer es darles justicia. Verdad y justicia”, dice, al acabar los encuentros.
Tras el recorrido por los asesinatos del pasado, tiene que volver al caso de ese día. La célula de investigación se reúne en la oficina de la fiscal para repasar los datos que han juntado hasta el momento. Varios ministerios públicos, la jefa de los policías ministeriales con alguno de los suyos, la fiscal y sus asistentes se sientan a la mesa. La mujer que fue hallada muerta la noche anterior había sido encontrada con su novio, de 42 años, que fue atacado pero no asesinado.
Uno de los policías cuenta lo que dijo el novio de la víctima, internado en un hospital, cuando se le tomó declaración: según su relato, un hombre a quien él le había comprado un coche Renault hace unos meses los secuestró a los dos en su casa tras un desacuerdo por dinero. El vendedor del vehículo, siempre de acuerdo con el novio, les atacó junto con otros cuatro hombres que llevaban armas largas. Los golpearon, los drogaron y los tiraron en un basural, dijo. Él tenía dos heridas con un objeto punzante en el tórax, a la altura de la última costilla izquierda. Ella había sido asfixiada.
Un agente de la Guardia Nacional custodia el lugar donde la Fiscalía de Feminicidios está realizando un operativo para encontrar a los responsables del asesinato de una mujer.
La fiscal le da vueltas a esa declaración. Hay varias cosas que no le convencen. Primero, se pregunta por qué si tenían armas largas no las utilizaron, pero sí usaron algo punzante con él y un lazo para matarla a ella. La jefa de los policías ministeriales comenta que hablaron con los padres de la víctima y dijeron que su hija llevaba tres meses de novia y que a ellos nunca les gustó esa relación. La fiscal nunca se aleja de la teoría de que el novio puede estar involucrado. “La asfixia puede indicar que el asesino la quería”, señala.
El equipo repasa en una pantalla pegada a la pared las fotografías que tomaron la noche anterior en el lugar del hallazgo. “¿Ese tenis de quién es? ¿Es de ella?”, pregunta la fiscal sobre una zapatilla que se ve en el basural. “No puede ser, no es de su talla”, le responden. Después de una hora de especular sobre lo que pasó, Betanzos ordena que pidan una audiencia ante un juez y soliciten dos órdenes de cateo y una de aprehensión para buscar al vendedor del coche y revisar el sitio donde les tuvieron supuestamente secuestrados.
La reunión se levanta y todos van a sus pendientes. El objetivo es estar esa noche ejecutando las órdenes que pidió la fiscal. Los días en la Fiscalía no tienen inicio ni final. Los mismos que estuvieron recabando información en la escena donde se encontró el cuerpo hasta las cinco de la madrugada anterior, enfrentan ahora otra jornada ardua de trabajo. Lo hacen porque los tiempos en una investigación son fundamentales, explica Betanzos. “Cuando tenemos un caso, no se van a su casa hasta que se recabe todo lo necesario. Y la verdad es que puede parecer muy cruel, pero es eso o se pierden datos en la investigación. Hay cosas que luego es imposible recuperar”.
Hasta junio de 2019, Fabiola Betanzos era fiscal de la unidad encargada de feminicidios de Morelos. Luego pasó a dirigir la fiscalía especializada. Este Estado registra la segunda tasa más alta de feminicidios de México, según los datos de 2021 del Secretariado Ejecutivo del Sistema Nacional de Seguridad Pública.
La primera comida real en la agenda de ese día de la fiscal llega a las nueve de la noche y sirve, más que para alimentar, para matar el tiempo mientras llega la audiencia con el juez. Deberán presentar lo que tienen hasta el momento sobre el caso y pedir las dos órdenes de cateos y una de aprehensión. Sobre la medianoche las consiguen y movilizan a todo el equipo. Betanzos pide ayuda a la Guardia Nacional: el lugar hacia donde se dirigen es una zona caliente por el narcotráfico y prefiere que esa fuerza federal asegure el sitio mientras trabajan.
Cinco camionetas blindadas se trasladan sobre la una de la mañana a una casa en Ocotepec, en los suburbios de Cuernavaca. La fiscal se ha quitado los tacones por primera vez en el día; lleva puesto un uniforme policial, un chaleco antibalas, un pasamontañas para taparse la cara y un arma en mano. Nunca saben cuándo los van a recibir con balazos, comenta, proyectando una imagen tan distinta a la que dio durante todo el día, que casi no se le reconoce.
La policía tumba la puerta blindada del lugar con un ariete. Decenas de oficiales entran a asegurar el lugar. Es una vivienda sombría de dos pisos, con un patio oscuro alrededor. A simple vista se le ven años de descuido. El aire que se respira es denso. En la casa está la esposa del vendedor de coches, su hijo y un amigo. Tienen tres perros: uno de ellos podría ser el dueño de los pelos que encontraron en la ropa de la víctima esa mañana, especula la fiscal. El sitio, entonces, se convierte automáticamente en una posible escena del crimen.
“Cuando llegamos a un feminicidio es porque todo falló. Las instituciones fallamos, la sociedad falló”, dice la fiscal Betanzos.
Los uniformados aseguran el lugar y los peritos pasan más de cuatro horas analizando cada rincón. En el sitio hay un auto que fue reportado como robado, 100.000 pesos en efectivo y cargadores de armas largas. Uno de los asistentes de la fiscal encuentra otro pedazo del lazo que usaron para matar a la mujer escondido dentro de una bolsa de croquetas. Como si fuera una broma de mal gusto, la esposa del presunto asesino admite que trabaja en el Secretariado Ejecutivo del Sistema Nacional de Seguridad Pública, el organismo federal que contabiliza los feminicidios en todo el país. La mujer, que asegura que no sabe dónde se encuentra su marido, acaba de borrar los mensajes que intercambió con él minutos antes de que llegara la policía. Los agentes intercambian miradas de desconfianza.
Afuera de la casa, el ambiente se vuelve denso como el del interior. Vecinos del lugar comienzan a acercarse, a preguntar qué sucede, mientras una neblina cerrada impide ver más allá del metro de distancia. “Mejor ya vámonos”, le dice uno de los custodios a la fiscal cerca de las cuatro de la madrugada. Antes de marcharse, Betanzos da una serie de órdenes. Hay que llevar a las tres personas a la Fiscalía para tomarles declaración. Hay que sacar muestras de los pelos de los perros (uno de ellos va a dar positivo días más tarde). Hay que volver a revisar cada centímetro de esa casa. Aún falta encontrar al supuesto autor del crimen, hallar las armas largas y los otros cuatro cómplices. Aún falta responder muchas preguntas. Betanzos y su equipo se irán a descansar unas horas, y volverán a media mañana a buscar más respuestas, a enfrentar otro día como aquel martes de septiembre.
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