Leila Guerriero, Joan Manuel Serrat y los demás
No es lo mismo apresurarse en un trámite parlamentario y colar por la gatera un debate trascendente que bloquear la renovación de un órgano constitucional y prolongar tu mayoría hasta impedir un debate parlamentario
Si yo pudiera o tuviera su contacto, si no me arredrase la admiración de un lector como los tiene a miles, escribiría a Leila Guerriero y le preguntaría si, con permiso y si no es molestia, podría prestarnos por un momento a su padre para arreglar un asunto, visto que nadie podrá negar la relación entre los paseos que sus hijos le mandaban dar a él y el éxito mundial que obtuvo la selección argentina. Que igual es baraca, pero quién sabe: hay que jugarlo todo. Al cabo, hay un país que hoy fía su suerte a la Lotería de Navidad consciente de que el azar resulta a menudo lo más sensato. Además, este sería un encargo menos ambicioso, aunque de relevancia: conseguir la normalidad de un país, lo que podría definirse como ese estado en el que las familias no discuten sobre el Tribunal Constitucional en sus cenas de Nochebuena, que será la mejor manera de medir la polarización real. Lo que no podría garantizarle a Guerriero es que aquella fuese a ser una vuelta corta: hace falta preparación para afrontar un paseo con esa condición. Esperamos mucho de su padre, también, los hijos de los demás.
Ahora es cuando me dicen que no vale mentar la polarización y nada más, sin entrar en detalles; que hemos llegado al punto en que las cosas ya no pueden pronunciarse en genérico porque de las cosas —que es la palabra más genérica— alguien tiene la culpa siempre. O la responsabilidad. O alguna de las dos. Llevan razón: que todos nos equivoquemos en algo, no nos hace a todos igual de culpables. Y no es lo mismo apresurarse en un trámite parlamentario y colar por la gatera un debate trascendente que bloquear la renovación de un órgano constitucional y prolongar tu mayoría hasta impedir un debate parlamentario, en un precedente que inquieta. Pero aquí hemos llegado, con el paisaje hecho a trincheras, incluso por selecciones interpuestas. Que, caída España y apartado Luis Enrique, pudimos enfrentarnos a través de los colores ajenos, por ir con unos o, sobre todo, contra otros. Esta es la época en que Messi podía pasar por personaje polarizante.
Igual tiene que ver con el clima político o con lo que trasladamos los medios, por esa diferencia que va de la actualidad a la realidad. O igual ha sido así desde el principio y lo normal era esto: vivir sin antagonismos debe de ser insoportable. Distinto es que hubiéramos exagerado con el consenso si, antes de acordar, lo difícil de verdad era respetarse. Igual, en fin, es que se acaban los símbolos que trasciendan las familias si hemos acabado por patrimonializar desde el himno a la misma idea del acuerdo. El caso es que símbolos nos quedan ya pocos y, para pocos que quedan, hay uno que está a punto de bajarse de los escenarios. Tocará decir entonces aquello de moltes gràcies, Joan Manuel, antes de que cantes la última. Si no hubiera nada capaz de hermanarnos, ojalá que la excepción fuera la música. Y al resto, feliz Navidad —si la celebran, claro, que tampoco se trata de ir ofendiendo sin ganas—.
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