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tribuna
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Resistir con parsimonia

El primer mundo se encuentra en los albores de un feudalismo cibernético que vuelve a poner sobre la mesa la lucha entre la eficiencia y la autonomía del trabajador

Empleados trabajando con ordenadores en una oficina.
Empleados trabajando con ordenadores en una oficina.
Olivia Muñoz-Rojas

A cualquiera que haya visitado la India —y quizá cualquier país superpoblado con una gran cantidad de mano de obra poco cualificada— le llama la atención la sofisticada división del trabajo que encuentra en diferentes espacios, tanto públicos como privados. No solo en el lugar más obvio para un visitante, los hoteles, donde puede observar cómo cada empleado tiene una tarea específica adjudicada, por ejemplo, fregar la escalera de la entrada, sino también en las tiendas, donde, en ocasiones, hay más empleados que clientes. En los hogares acomodados de Delhi —no me refiero a grandes mansiones, sino a pisos más o menos amplios— puede llegar a haber cuatro o cinco personas de servicio que se encargan, cada una de ellas, de tareas distintas: desde fregar los suelos hasta cocinar, que no necesariamente incluye picar la verdura que puede ser la responsabilidad de alguien más. Como todo sistema social, se trata de un sistema funcional que responde a la situación objetiva del país: con amplios sectores de población no cualificada, como ya he mencionado, y una gran polarización social, los que tienen un poco más pueden disponer de los servicios de otros a cambio de pequeños salarios. Repartir recursos entre el mayor número posible de individuos constituye una mecánica de micro-empleo de los hogares de clase media que se entiende casi como una obligación moral. En principio, este grupo proporcionalmente pequeño de privilegiados se beneficia de la situación con lo que su incentivo para empujar por una mejor educación para el grueso de la población que contribuya a reducir la desigualdad es escaso.

No es difícil entender que, si la única ocupación que uno tiene adjudicada es barrer el rellano de una tienda o cortar verdura en una casa, lo haga con calma y dedicación. En la sociología del trabajo esta lentitud y celo en la ejecución de una tarea se interpreta, además de como una estrategia contra el aburrimiento, como una manera de adueñarse del trabajo frente al patrón, es decir, de empoderarse (recordemos las huelgas de celo con las que los obreros han mostrado históricamente su resistencia en las cadenas de montaje). Desde esta perspectiva, cabe preguntarse si el trabajador no cualificado en la India no es hoy más dueño de su trabajo que el trabajador precario en las sociedades desarrolladas. Tal y como han expuesto la socióloga Saskia Sassen y otros autores en las últimas décadas, el capitalismo globalizado, financiero y tecnológico, se nutre cada vez más de un (nuevo) proletariado, fundamentalmente urbano, de trabajadores precarios. Compuesto inicialmente por inmigrantes del mundo en desarrollo, migrantes rurales y grupos marginales, generalmente, poco cualificados; empiezan a formar parte de él los trabajadores educados. Pensemos en la empleada doméstica de una gran ciudad occidental, típicamente contratada por horas, de la que se espera que complete una serie (generalmente numerosa) de tareas dentro de un tiempo predeterminado. Mientras tanto, la empleada doméstica en la India, con horarios menos definidos, incluso con menos tareas a su cargo, puede realizarlas a un ritmo más pausado. Sin la presión de mirar constantemente el reloj, sin tener que desplazarse de una casa a otra a lo largo del día, cuenta, potencialmente, con mayor autonomía en la ejecución de sus responsabilidades.

Desde luego, no se trata de idealizar ni reivindicar las condiciones del trabajador no cualificado en la India, sino de observar algo muy concreto. Podría ser que su trabajo parsimonioso, realizado sin la expectativa de la eficiencia, sirva para reflexionar sobre viejas y nuevas formas de resistencia trabajadora en el primer mundo en los albores del feudalismo cibernético. El debate sobre el sometimiento versus la autonomía del trabajador es un viejo debate, pero cobra una particular urgencia ante la nueva realidad que conocen las sociedades desarrolladas, donde la tendencia es que un grupo cada vez más reducido de personas se beneficia del trabajo poco cualificado, hipervigilado e inseguro de un número creciente de trabajadores, más y más acelerados, deshumanizados e indistinguibles de los robots que dictan sus tareas. Si el problema en nuestras sociedades, como sostenía el pensador francés Jacques Ellul, es el diktat de la eficiencia, habrá que empezar a desmontar el concepto y resistirse a él. Para Ellul, la lógica de la eficiencia se caracteriza por la búsqueda del medio más económico en recursos y tiempo para ejecutar una determinada actividad y estandarizarlo. De acuerdo al autor, en la evolución de las sociedades desarrolladas hacia un grado cada vez mayor de eficiencia, el medio o el proceso para obtener un resultado predeterminado ha acabado por convertirse en el fin en sí mismo: controlar con precisión de qué manera y en qué tiempo el trabajador ejecuta su tarea importa más que el resultado de su actividad. Frente a esta dinámica, y parafraseando una de las citas más célebres del pensador, habrá que asimilar y poner en práctica la parsimonia: “puedo hacer más y más rápido… pero no quiero”.

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