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tribuna
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El colapso de las precariedades en el Perú

La crisis provocada por la salida de Castillo del poder revela el desgaste del vínculo entre la política y la sociedad, cuya reparación pasa por la convocatoria de elecciones generales

Cientos de manifestantes a favor de Pedro Castillo, el viernes en el centro de Lima.
Cientos de manifestantes a favor de Pedro Castillo, el viernes en el centro de Lima.Paolo Aguilar (EFE)

El 7 de diciembre el presidente Pedro Castillo realizó un autogolpe de Estado en el Perú. Al cerrar el Congreso de la República antes de que este votara por su vacancia, cometió un acto inconstitucional. No está claro qué le llevó a tomar estas medidas extremas, ya que en un corto tiempo quedó claro que no tenía apoyo de las Fuerzas Armadas, ni de la población. Después que el Congreso votara su vacancia, y las Fuerzas Armadas señalaran que sus acciones no seguían el orden constitucional, la vicepresidenta Dina Boluarte asumió la presidencia, convirtiéndose en la primera presidenta de la historia peruana y la sexta mandataria que el país tiene en cinco años.

Pedro Castillo, líder sindical, de origen campesino, ganó las elecciones con un apoyo popular masivo fuera de Lima, y en particular en las zonas rurales, donde se transpira mucha inconformidad por el modelo económico de casi 20 años impulsado por el Estado y las élites políticas y económicas. Sin embargo, no hay que equivocarse, este apoyo en las urnas nunca se constituyó en una base social para Castillo. La aparición de denuncias de corrupción de él, su familia y aliados cercanos hicieron crecer su impopularidad. Peor aún, su falta de competencia para responder desde el Estado a problemas que afectan a los sectores sociales que lo respaldaron abrumadoramente en las elecciones fue visibilizando la clara soledad social del presidente mientras gobernó.

La salida de Castillo, sin embargo, no resuelve la vendetta política entre el Ejecutivo y el Congreso, ni el hecho de que la población no apoya la continuidad del Congreso y quiera su cierre. El que la nueva presidenta no haya anunciado la convocatoria de próximas elecciones generales ha desatado una gran insatisfacción. Las preferencias mayoritarias de la población en la opinión pública reciente es que “se vayan todos” si Castillo salía; y que se convoquen a nuevas elecciones generales. Las manifestaciones se intensifican, en medio de la represión y el silencio de la nueva presidenta, y demandan la salida del Congreso junto con Castillo, así como nuevas elecciones. Además, hay una preocupación por el trato que recibirá el presidente Castillo, con cuya condición social muchos se identifican.

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Para muchos analistas, la precariedad política en el Perú es una maldición y bendición al mismo tiempo. La poca capacidad de acumular poder político, con una población harta de sus élites, envueltas en frecuentes escándalos de corrupción, sea cual sea su ideología, ha permitido por dos décadas que nuestras débiles instituciones sostengan el orden democrático, a pesar de las cada vez más frecuentes tormentas y la polarización política. Sin embargo, la otra cara menos visible de esta precariedad política es la precariedad social. ¿Por qué en un contexto de crisis y deslegitimación profunda de la clase política, y, por lo tanto, de apertura de oportunidades para el surgimiento de nuevos actores desde la sociedad, que reconfiguren el escenario político, la sociedad no parece poder tampoco dar salidas a esta crisis? La sociedad peruana no es apática, el conflicto y la movilización es parte del día a día, la gente se moviliza en sus territorios, se organiza y resiste en sus barrios, se organiza para combatir el hambre, la inseguridad, y la violencia criminal en la ciudad y el campo, incluso alrededor de sus iglesias, y al mismo tiempo no parece poder encausar una salida más permanente a esta coyuntura crítica. Incluso las movilizaciones que parecen crecer ahora, como las movilizaciones masivas de 2020 en contra del Congreso que vacó al presidente Martín Vizcarra, parecen solo capaces de encausar al Perú a nuevas elecciones, pero también a la misma situación de crisis institucionalizada. Pequeños grupos organizados, colectivos alrededor de diferentes demandas que no lograron articular ningún relato y liderazgo común en 2020 y ciertamente ahora tampoco parece el caso.

Tendríamos que reaprender a leer la política desde la sociedad y no al revés. La socióloga Kathya Araujo, con años de investigación en Chile, nos platea en su reciente libro The Circuit of Detachment in Chile algunas ideas muy sugerentes que aplican también al Perú. La sociedad peruana es muy diferente hoy de la que era a comienzos de los años noventa, incluso la sociedad rural. Las personas han mejorado sus condiciones de vida, cuentan con mayor tecnología, y expresan que gracias a sus esfuerzos viven mejor que sus abuelos. Además, se les ha prometido no solo democracia, sino igualdad ante la ley. Sin embargo, al mismo tiempo, estas personas son cada vez más vulnerables, enfrentan deudas e inseguridad social, y la educación, la salud, y la igualdad ante la ley siguen siendo promesas incumplidas. Bajo un modelo de retirada del Estado, señala Araujo, las personas han aprendido a llevar este peso “sobre sus propios hombros”, pero no se trata de un emprendimiento feliz, sin costo, angustia, y profunda desconfianza en lo colectivo, cuando este va más allá de lo familiar, del colectivo social cercano. Es sutil su propuesta, no es que las personas no busquen salidas colectivas o políticas, pero solo confían en su círculo más cercano, que pueden más o menos controlar. Su distancia de la política no es completa, su relación con la democracia es ambivalente. La comunidad imaginada es cada vez más pequeña, más segmentada, colectivos, iglesias, organizaciones locales, de todos los tipos y colores, pero sin articulación.

Lo que subyace a la crisis política en el Perú es el desgastamiento extremo del vínculo entre la política y la sociedad. Revigorizar este vínculo lamentablemente no depende de una sola parte. Las élites políticas que busquen representar esta sociedad requieren dar signos de que hay más que interés propio y represión, y la sociedad tiene que ser capaz de superar sus pequeños círculos y negociar reformas comunes y su vigilancia, y para ello requiere estructuras más amplias. La nueva presidenta podría tender algunos puentes e intentar ganar algún apoyo social proponiendo un Gabinete competente que anteponga unas cuantas prioridades estatales y ofrezca soluciones a temas colectivos, como la inseguridad ciudadana, la situación de emergencia agrícola y sanitaria, que aún continúa, la precariedad del empleo, la ilegalidad y su violencia hacia las poblaciones locales e indígenas en las zonas rurales del país. Sin embargo, sobre todo construir un espacio de liderazgo y negociación para convocar a nuevas elecciones generales.

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