En tiempos de confusión
La sensación de fin de mundo que se experimenta ahora recuerda a la que se vivió en los años veinte, cuando la mentira y la manipulación de los ideales configuraron el nuevo orden tras la Gran Guerra
Sabemos por Soma Morgenstern que el autor que hizo de Joseph Roth un escritor fue Marcel Proust. El escritor francés y el galiciano representan dos estilos literarios contrapuestos, sin embargo, ambos trataron de forma admirable la cuestión del tiempo en relación con el ser, el primero buceando en la memoria personal, el segundo desafiando a su época y huyendo de sí mismo en continua búsqueda de refugio.
Cuando el novelista francés fallece, hace ahora un siglo, en noviembre de 1922, hacía poco que Joseph Roth se había instalado en Berlín con su esposa y, según escribe ella en una correspondencia, trabaja aplicado en su primera obra, La tela de araña. La novela se comenzó a publicar por entregas un año después y fue muy admirada por sus coetáneos porque daba muestras de una extraordinaria lucidez, pues planteaba algo similar a lo que poco después sucedería: el intento fallido del golpe de Estado de Hitler (Putsch de Múnich).
En esta demoledora novela, Roth retrata el período de humillación y vértigo en la Alemania de los primeros años veinte; describe cómo alguien puede decidir colaborar con el fascismo para aumentar el caos y precipitar la caída de Europa en el abismo, favoreciendo así el fin de la historia, y denuncia el peligro que suponen la confusión, la mentira y la manipulación de los ideales en la configuración del nuevo orden tras la Gran Guerra.
Joseph Roth nació en 1894 y falleció en 1939, meses antes de que estallara la Segunda Guerra Mundial. Brody, la pequeña ciudad donde vino al mundo y pasó su infancia y juventud, estaba situada en el extremo oriental de la monarquía austrohúngara, en una región conocida como Galitzia, a pocos kilómetros del paso fronterizo con el Imperio ruso. Era uno de esos territorios del oriente europeo que se conocen como shtetl, un término procedente del yiddish con el que se denominaron las localidades con una población judía numerosa.
Estas tierras se caracterizaban por su enorme complejidad social y política, pues en ellas se asentaban numerosos pueblos sostenidos por señores feudales. Sus fértiles campos estuvieron en el punto de mira de las políticas imperiales rusa, alemana y austriaca, por lo que en numerosas ocasiones variaron sus lindes. Cuando Hitler y Stalin asumen el poder se convierten en tierras de sangre debido a los millones de muertes que provocan las políticas de ambos regímenes. Tras la caída de la monarquía dual en 1919, Brody pasó a formar parte de la Pequeña Polonia, luego de la URSS y actualmente de Ucrania. En los últimos meses, sobrevuelan la ciudad aviones de guerra. También misiles.
El escritor galiciano fue un “austrohúngaro de periferia”. A la cultura austríaca imperial sumó las locales polaca y ucrania, la próxima rusa, la judía que le corresponde por herencia, y luego la francesa, que eligió por afinidad: “Yo soy un francés oriental, un humanista, un racionalista con religión, un católico con cerebro judío”. Si buceamos en el conjunto de su obra, dotada de una prosa precisa, brillante y vibrante, podemos apreciar su apego por un humanismo cosmopolita forjado en Europa con el transcurrir de los siglos. Sin embargo, los acontecimientos que se suceden durante los años veinte y treinta del pasado siglo le confirman con angustiosa claridad el fracaso de lo humano.
Cada época tiene sus profetas, Roth lo fue de la modernidad. Supo leer su tiempo. No le salvó de morir refugiado y apátrida en París.
Nuestros tiempos, decimos ahora, recuerdan a aquellos. Vivimos una sensación de fin de mundo (ahora con el agravante nuclear y la crisis climática). Como entonces, hay una lucha por los recursos, las sociedades producen más técnica de la que pueden asimilar y el capitalismo progresa velozmente, homogeneizando todo a su paso mientras crea márgenes: refugiados climáticos, económicos, de guerra. Se fomenta el individualismo narcisista y la seguridad personal ante cualquier incertidumbre. El secuestro de palabras y la confusión se extienden en todas direcciones, solo en materia de género es delirante. La manipulación de ideales y la máscara moral que alienta la cultura de la cancelación avanzan como una peste.
Tampoco falta humillación. En las sociedades ricas asistimos a un aumento de niveles de resentimiento que, parafraseando a Cynthia Fleury en una reciente entrevista con este diario, produce un odio desmedido hacia el otro, una gangrena que pone en peligro las democracias. Señala esta filósofa política y psicoanalista de las democracias que hoy podemos identificar todos los ingredientes de una revolución o de un derrumbe, pero no el momento en que todo explota.
Ser en tiempos de tamaña confusión requiere humor y creatividad. Para Marcel Proust, el arte de la memoria permitió contemplar, aunque fugazmente, los paisajes del espíritu. Para Joseph Roth, el de la ficción despertó la nostalgia de un mundo que aún puede ser distinto. En ambos casos, la imaginación es un espacio de libertad, refugio en el diluvio apocalíptico, capaz de atravesar el tiempo, desafiarlo y resignificar el presente.
Tu suscripción se está usando en otro dispositivo
¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?
Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.
FlechaTu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.
En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.