Cynthia Fleury, la filósofa que aplica el psicoanálisis a la política: “El resentimiento es una gangrena para las democracias”
La académica ha estudiado las patologías que padecen los regímenes democráticos
Delgada y vehemente, vestida de riguroso negro con vaqueros, botas altas y un jersey de lana, Cynthia Fleury (Paris, 48 años) subió al escenario el sábado 8 de octubre para hablar sobre cómo sanar el resentimiento en el marco de los Encuentros de Pamplona 72-22, celebrados hasta el 18 de octubre en la capital navarra. Filósofa, especializada en política, y psicoanalista, ocupa la cátedra de Humanidades y Salud en el Conservatoire national des Arts et Métiers y es profesora en la École nationale supérieure des Mines de Paris (Mines-ParisTech).
Entre la obra de Fleury destaca su estudio de las patologías de la democracia y su análisis sobre cómo curar ese estado de resentimiento que, según enfatizó en su intervención, es absolutamente estéril y “solo produce estancamiento”. Esos sujetos envenenados y resentidos, para no caer en la depresión, vuelcan el odio que sienten hacia sí mismos en el otro, por ejemplo, el inmigrante, convirtiéndolo en objeto, casi fetiche, negativo. “Hay que salir de esa trampa, porque el sufrimiento existe, pero no se puede quedar uno en ese bucle que implica una falta de madurez, y encierra a quien lo padece en una búsqueda de cualquier señal para validar su tesis”, advirtió Fleury. “El resentimiento no es la traducción exacta de la desigualdad socioeconómica, es una disfunción psíquica, una alienación, una gangrena que pone en peligro las democracias”.
A la mañana siguiente, poco antes de tomar su vuelo de regreso a París, concedió esta entrevista para exponer su disección clínica y filosófica de los achaques de las democracias y habló sobre sus ideas sobre cómo atajar otro de los grandes males: la crisis de representatividad. Fleury forma parte del comité de gobernanza que supervisa el funcionamiento y las reglas de la convención ciudadana del fin de la vida en Francia, que presentará sus conclusiones sobre las leyes que deben regir la eutanasia.
Pregunta. ¿Qué la llevó a investigar las patologías de la democracia hace más de una década?
Respuesta. Empecé en 2005 y luego con la Primavera Árabe quise ver si podíamos hacer una tipología de los regímenes democráticos según su edad. Quería estudiar el proceso de nacimiento de las democracias occidentales para ver lo que tenían en común. También quería saber qué diferenciaba a las democracias adultas, más maduras, y qué significaba eso, si en realidad era o no importante. Usé la metodología clínica, para buscar síntomas, y alcanzar un diagnóstico, como en medicina. Partía de la idea de que la relación entre la enfermedad y la salud no es impermeable sino porosa. Lo normal y lo patológico están muy imbricados. Vengo de una escuela de psicoterapia institucional que trabaja mucho en lo que se llama la normopatía.
P. ¿Cómo se traduce eso en filosofía política?
R. Significa partir de la idea de que las normas de la sociedad también son sistemas disfuncionales.
P. ¿Disfuncionales por imperfectas?
R. Las normas en una democracia deberían proteger a los más vulnerables, pero parten de la idea de que el individuo debe rendir mucho y ser muy competente. Eso es disfuncional, porque es falso epistemológica y éticamente, pero es que además es estúpido porque no funciona.
P. ¿Qué descubrió sobre las patologías de las democracias?
R. Vi que hay patologías intrínsecas y otras que van variando según la edad de las democracias. Me interesé por los avatares del individualismo, y aunque en esos años las redes sociales no tenían tanta presencia como hoy, hablé del histrionismo como una deriva del individualismo que hemos visto en los políticos (Trump, Bolsonaro, Berlusconi), pero también en los individuos. En las redes sociales está esa hipervisibilidad, esa histeria, ese hipernarcisismo interno y al mismo tiempo una fragilidad enorme. Todo eso ha explotado en esta era de espectáculo, de redes sociales, del gran panóptico.
P. ¿Qué más tendencias se han acentuado?
R. Vemos una transformación comunitaria, y la reivindicación victimista, que es un nuevo histrionismo, porque es otra forma de reivindicar un estatus identitario fuerte. La perversión narcisista y la desparentalización son dos temas que abordé. También lo que Richard Sennett llama el carisma incívico; un término muy interesante, porque ejercer el civismo hoy se considera un sometimiento, una sumisión. Antes, respetar al otro era parte de ejercer ese civismo, pero hoy, para probar mi dignidad, me apunto a ese carisma incívico.
P. ¿Se equivocó en alguno de sus diagnósticos?
R. De momento, no veo dónde me he equivocado, pero eso es algo normal porque la metodología de la filosofía política funciona a largo plazo, no estoy loca de megalomanía.
P. ¿Vio venir una ola de populismo como la que llegó?
R. Los filósofos somos capaces de identificar todos los ingredientes de una revolución o de una reforma, de un derrumbe, pero no podemos identificar el momento en que todo explota. Llevamos décadas diciendo ‘ojo, atención’, y no es que nos equivoquemos, pero no somos precisos, no damos una fecha. El proceso histórico es latente y cristaliza esa sedimentación de capas, de valores, de transformaciones sociales.
P. ¿Qué papel juega la memoria histórica en las democracias adultas? ¿Y en las nacientes?
R. La democracia es el único régimen político que reivindica para sí la responsabilidad de la continuidad de la historia. La democracia se arroga responsable y otros regímenes no, porque se construye sobre un discurso de la no impunidad. Esto significa que asume la responsabilidad de lo que se ha hecho antes y es parte de su tarea iluminar esos agujeros negros de la historia. Cuanto más vieja es una democracia, más se libera el discurso de lo que ha pasado. Es complicado, pero en eso reside su fuerza, aunque ahí se liberen dolores e injusticias.
P. ¿También se necesita olvido?
R. Usamos el olvido a escala individual de una manera pragmática y es muy importante para vivir, pero eso no implica que vayamos a poner en marcha un discurso de borrado. Hay una necesidad de transmitir y de educar. Como dice Nietzsche, tenemos la facultad de olvidar y la facultad de la memoria y así construimos las reconciliaciones.
P. ¿La otra cara del resentimiento es el perdón?
R. No. El perdón es algo que solo pertenece al sujeto, y hay quien dice que es un escándalo, porque lo que es perdonable, pues lo es y ya está, y si algo es imperdonable es un escándalo perdonar. Podemos no perdonar a alguien y al mismo tiempo políticamente poner en marcha una reconciliación. No hay que instrumentalizar políticamente el perdón, sino dejarlo a cada cual, aunque organicemos procesos diarios de reconciliación. La otra cara del resentimiento es la sublimación. El resentimiento te hace estar atrapado en un bucle, es un sistema cerrado, como un dogma.
P. ¿Cómo se cura?
R. El antídoto es desplegar una dimensión creativa, lograr humor, apertura, una deconstrucción. ¿Cómo alcanzar eso? Una de las grandes capacidades de la democracia es que es una cultura de alternativas.
P. Defiende que el resentimiento tiene un componente de infantilización. ¿Hay una parte de no asumir el rol que uno tiene, la responsabilidad?
R. El resentimiento nace en personas que no consiguen superar lo que llamamos la angustia de la separación. La necesidad de reparación, la frustración, la necesidad de protección, todo eso está relacionado con la infancia.
P. ¿También nace de la opresión?
R. No, y es terrible decirlo, pero se puede sufrir mucha opresión y no desarrollar resentimiento. Esas personas sienten que no pueden protegerse bien contra la opresión si están estancadas en el resentimiento.
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