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anatomia de twitter
Columna
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El pasillo más largo del mundo

Quien haya vivido el mundo de las asociaciones entenderá enseguida cómo funciona Mastodon. Para lo bueno y para lo malo

Iconos de las aplicaciones de Twitter, Discord, Mastodon y Reddit.
Iconos de las aplicaciones de Twitter, Discord, Mastodon y Reddit.DADO RUVIC (REUTERS)
Thiago Ferrer Morini

Twitter, el bar más grande del mundo, no ha cerrado. El nuevo propietario ha echado a los de mantenimiento, a los de seguridad y a los de la limpieza. Los habituales ya esperan el momento en que las chispas empiecen a salir de las lámparas del techo, la gente empiece a resbalar en su propio sudor y los matones a los que los porteros echaron horas antes vuelvan a empezar a dar palizas a los clientes. Esto todavía no ha pasado. Hay quien dice que no pasará nunca.

Pero los parroquianos estamos preocupados y nos hemos puesto a buscar alternativas. Estos últimos días, una pequeña aplicación india de mensajería llamada Koo (que, en inglés, es otra onomatopeya del sonido de un pájaro, como tuit) ha recibido literalmente millones de visitas de brasileños curiosos, dispuestos a descargarse la aplicación a pesar de que (o, más bien, precisamente porque) el nombre del programa en su pronunciación inglesa es un vulgar juego de palabras en portugués. La empresa no perdió comba y el lunes lanzó su versión en portugués.

Otros hacen lista de espera para aplicaciones que prometen ser lo que Twitter es y mejor: nuevos bares, con los ojos brillantes de ilusión, que ven con jolgorio la decadencia del competidor que hasta ahora hacía impracticable su llegada. Y están los que han visto en la ocasión la señal de los cielos para abandonar de una vez por todas las redes sociales y dedicarse al yoga, al cultivo de la espinaca o a leer libros, que siempre es gran ejercicio. Pero para quien, según sus cálculos, ha escrito el equivalente a Quijote y medio solo en tuits, hacer otra cosa no es una opción viable.

Por eso está Mastodon, que es vista como una cosa liosa e incomprensible solo para expertos, como ya explicó aquí mi colega Jaime Rubio. Pero no es tan difícil de entender. Para quien, como un servidor, se pasó años en la vida asociativa de su universidad, Mastodon es lo más parecido al pasillo de los despachos de la facultad. Un pasillo infinito, con muchísimas puertas. Algunas, abiertas de par en par, con gente sonriente en la puerta satisfecha de que al fin las cosas se hayan animado; otras, cerradas a cal y canto, desconsoladas de que la masa haya encontrado su rincón en el mundo.

Lo primero que hay que entender de Mastodon es —lo que ha generado los mayores debates desde que he entrado— que no es un espacio abierto. Hay instancias (el equivalente a los despachos) que quieren oír cuantas voces mejor; otras solo quieren oír las voces que les interesan hablando de los temas que les interesan. Y eso no está mal: hay gente que no busca una conversación, sino un refugio. Son los que se hicieron con Mastodon en primer lugar; para ellos, este momento es el momento que vivió un hispanorromano del siglo IV, levantando los ojos hacia la colina y viendo toda esa gente a caballo.

Pero, sobre todo, hay que entender que uno no es un cliente. Los que hacen que el sistema funcione lo hacen, en su inmensa mayoría, por amor al arte. Cuando hay algún problema, no es un algoritmo lo que está detrás, no es una empresa; es una persona. Gente que no estaba dispuesta a soltar un euro a Elon Musk se ve encantada poniendo dinero para montarse un servidor o ponerle algo más de potencia al de su instancia.

Quien ha estado en una asociación de cualquier tipo sabe que son sitios donde se pueden desarrollar amistades eternas (afortunadamente, ese fue mi caso) y odios invencibles. Es un entorno donde la gente se ama, se detesta, se va, vuelve; donde suelen desatarse pugnas por el poder, aunque sea simbólico, y en algunos casos se erigen tiranos y se crean disidencias que ríete tú de La vida de Brian. Puede asustar al profano. Yo no estaría en otra parte.

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Sobre la firma

Thiago Ferrer Morini
(São Paulo, 1981) Licenciado en Ciencias Políticas y de la Administración por la Universidad Complutense de Madrid. En EL PAÍS desde 2012.

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