Decantar y amplificar, he ahí la cuestión
En esta entrega de ‘Letras Americanas’, el boletín sobre literatura latinoamericana de EL PAÍS América, Emiliano Monge escribe sobre ‘La armada invencible’, la última novela de Antonio Ortuño
Una parte de mí, querido lector, se resistía a escribir esta newsletter.
Igual y no lo sabes, pero en el medio literario, como en tantísimos otros del ámbito cultural, se desconfía de la imparcialidad con que un autor pueda juzgar los libros de un amigo —o de varios— y, peor aún, de uno o dos amigos de esos que se cuentan con los dedos de la mano.
Por eso, porque estoy a punto de hablar de La armada invencible —aunque no sólo, como verás, si sigues leyendo—, la última novela de Antonio Ortuño, te recomiendo, en caso de que elijas desconfiar de mí y de mi criterio —por cierto, he descartado hablar acá de los libros de un montón de amigos, porque entiendo que son más amigos que escritores, así como he hablado de escritores que, por suerte, no serían nunca mis amigos—, parar en este punto y esperar a nuestra próxima entrega.
La decantación y el trabajo
Llevo casi veinte años leyendo los libros de Ortuño, desde El buscador de cabezas, su primera y deslumbrante novela —la cantidad de ediciones que esta ha tenido, en un mundo como el actual, habla de una parte de su éxito, aunque de su éxito hable mucho más la legión de lectores fieles que tiene y las múltiples obras que ha inspirado o influenciado—, hasta obras tan singulares y distintas como Recursos humanos, Ánima, La fila india, Méjico y Olinka: he sido testigo, pues, de cómo un narrador que poseía un talento natural y desbocado para contar una historia con tan sólo sentarse ante el teclado, sin dejar espacio alguno a la respiración, es decir, atrapando al lector por el cogote, se fue transformando en uno que, libro a libro, tomaba el control de su propio talento y lo atemperaba hasta agarrar también, sin soltar el cuello de su lector, sus entrañas, con esa otra mano que fue liberando poco a poco del imperio de la velocidad y que pudo, por lo tanto, empezar a amasar otros asuntos —curiosamente, este asunto, el de las manos, puede ser analizado, al revés, en el caso de Luis Muñoz Oliveira, tan amigo mío, pero también tan escritor como Ortuño: en vez de liberar una, Oliveira debió comprometer ambas en su quehacer, en vez de escribir con una, mientras la otra estaba en otro espacio u otro tiempo, escribir con las dos—.
En conjunto, una obra es, debiera ser, sobre todo si se trata de una obra seria, una suma de decantaciones y otra de amplificaciones. En este sentido, Ortuño, que siempre tuvo claro su talento ante el tempo narrativo, maduró, a partir de Ánima, novela que lo obligó a bifurcar los ritmos, pero también de Méjico, obra que lo hizo descubrir que una narración no sólo puede tener afluentes, sino que puede ser en sí misma un oleaje, que debía pelearse con su propio talento, que debía, pues, servir no sólo a un ritmo general sino también a los diversos ritmos particulares que habitan un libro, entre otras cosas, para seguir jugando con el cogote de sus lectores: ahora te dejo respirar, ahora no —a esto me refiero con las decantaciones—. Pero también hablé de amplificaciones, con lo que quería decir esto otro: tras liberarse de la esclavitud de la velocidad frenética, tras liberarse, paradójicamente, de sí mismo, Ortuño empezó a enriquecer su literatura con esos otros asuntos para los que, al principio, no tenía manos —en el caso de Oliveira, la decantación fue la de la prosa, que en sus primeros libros estaba lejos de la fuerza de los temas, pero que en su última novela, quizá porque la pandemia le permitió dedicarse de lleno a ella, alcanza una brillantez que la coloca al nivel de lo que cuenta, en tanto que la amplificación es esta otra: las ideas, que siempre fueron fundamentales en el trabajo del autor, al fin, en Las marcas del agua, están ahí para ser descubiertas, no para mostrarse; no señalan, sino que sugieren—.
Esos asuntos, esos enriquecimientos que empiezan a anunciarse desde el segundo libro de Ortuño, es decir, desde Recursos humanos, pero que se vuelven evidentes en novelas como La fila india y Olinka, así como en sus libros de relatos —la distancia breve le permitió, desde el principio, escribir en posesión de todas las herramientas que requiere un escritor, pues el tempo narrativo era poco más que un momento o situación—, son los tanteos, el amasar la literatura como si esta fuera un material, que lleva a cabo la mano que se fue liberando y que resultan en un perfeccionamiento deslumbrante de las formas —el fondo, no lo había dicho pero lo digo ahora, siempre ha estado resuelta estupendamente en los libros del escritor de Guadalajara, pues siempre ha tenido claro, él, que la historia que ha de contar es su dios omnipotente y con esta idea ha sido congruente, como lo ha sido, también, con esta otra: no hay, no puede haber desgracia, desventura o desánimo, si no hay, también, humor, un humor descarnado y corrosivo—, es decir, del lenguaje, por ejemplo, o de la arquitectura —en el caso de Oliveira y Las marcas del agua, ese enriquecimiento sería, además del mismo asunto del lenguaje como material, el hecho de que las historias que dan forma a la historia, en vez de acompañarse, se entremezclan: una mano, acomoda, dos, está claro, zurcen—.
La conjunción y ese tema único
Así llego, así llegamos, querido lector, así llegó, en realidad, Antonio Ortuño, a La armada invencible, a veinte años de su primer libro y a poco menos de que sus primeros lectores lo descubriéramos: ante nosotros, ahora, una obra decantada hasta la esencia, hasta ser casi una reducción balsámica del mundo, que merecería tres estrellas Michelin, una clase magistral de tempos narrativos y de ritmos diversos que, para colmo, pone en tensión la forma y el fondo; no por nada, mientras se nos cuenta la historia de unos cuarentones en crisis existencial, económica y amorosa que deciden juntar de nueva cuenta la banda de metal de la juventud, leemos un entramado hecho a base de armonía y melodías diversas, una pieza, pues, llena, retacada de requintos —así como, ante la obra de Oliveira, que hasta ahora nos había deleitado con requintos, de pronto nos descubrimos ante una pieza, una sinfonía que nos sumerge en un viaje de varios siglos, que empieza con los primeros judíos que llegan a México y acaba con el narco y las violencias sexuales—.
Una obra, la de Ortuño, decantada pero también enriquecida hasta los límites, y acá hablo de forma literal, no sólo metafórica: hasta el contorno mismo de su forma, pues: en La armada invencible, mientras asistimos al vacío que asedia a la adultez, al recalentamiento de un amor inconcluso, al doble fracaso de los anhelos —cuando son sueños y cuando son recuerdos— y al extravío en ese laberinto del que no puede salirse y que conocemos como amistad, el lenguaje florece más vivo que nunca, mientras, por ejemplo, la arquitectura es un caleidoscopio de todas sus novelas anteriores —Oliveira, por su parte, y acá hablo de forma metafórica, no sólo literal, lo que ha enriquecido es el corazón que late dentro de la forma—.
Por todo esto es por lo que me atrevo a decir que La armada invencible, más allá de ser extraordinaria, es la mejor novela de Antonio Ortuño —así como Las marcas del agua es la mejor novela de Oliveira— y que lo hago, además, de esta otra manera: La armada invencible es el mejor libro de mi amigo Ortuño. Y lo es, para colmo, por un último asunto: es el libro que él siempre trajo adentro.
Que los escritores, además de los libros que surgen de su interacción con el mundo, escriben, una vez, dos, como mucho, aquellos libros que estaban atorados en su entraña, es algo que todos sabemos.
Lo que sólo sabe un amigo, es cuál, de entre sus libros, es ese libro. Por eso me decidí a escribir esta newsletter: para decirles que este es el libro que Ortuño traía consigo.
Coordenadas
La armada invencible fue publicada por Seix Barral, editorial que está reeditando el resto de las novelas de Ortuño, pues sus relatos se encuentran en ediciones de Páginas de espuma. Las marcas del agua fue publicada por Dharma Books, que también publicó el libro de relatos anterior de Oliveira, El mismo polvo.
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