La vuelta a casa de Antonio Ortuño
EL PAÍS recorre con el escritor mexicano la FIL de Guadalajara, el gran evento editorial en español, que se celebra en su ciudad, después de que en 2020 se suspendiera por la pandemia
Antonio Ortuño entra con gafete a la Feria del Libro de Guadalajara desde que tenía 12 años. Como uno de sus hermanos trabajaba en la organización, él podía, desde muy chico, recorrer los pasillos como lo hace ahora, como un autor con una veintena de obras publicadas. El escritor mexicano presenta este domingo uno de los tres libros que viene promocionar a la feria y pasa, un rato antes, delante del salón en el que será el evento. El espacio lo angustia: está muy iluminado, es grande y las sillas dispersas quizás no se ocupen. Pero la sala se completa y en la primera fila están uno de sus hermanos y sus dos hijos. “Qué bien estar de nuevo en casa después de un exilio forzado”, arranca desde el escenario.
La Feria del Libro de Guadalajara es el único momento del año en el que Ortuño hace “vida literaria”. El resto, dice, vive como ermitaño, trabajando. “Es mi semana más ocupada del año por mucho”. Esta edición le resulta “todavía un poco anómala”. Los espacios más abiertos por las restricciones de la covid y la menor cantidad de asistentes le recuerdan a cómo era la feria en los noventas, cuando era adolescente y se robaba los libros que no podía pagar o compraba las ediciones más accesibles. “Estos libros son muy curiosos”, apunta al pasar por un puesto en una esquina. “Son, son... muy feos. Pero eran libros muy baratos. Fue mi manera, por ejemplo, de conocer a Oscar Wilde”.
La anomalía se siente también a la noche porque las fiestas que tradicionalmente organizaban las editoriales no están programadas. “La feria era la fiesta eterna, pero ahora ya estoy cansadito”, avisa. La noche anterior terminó tarde en una cena de periodistas de EL PAÍS, donde es columnista. Con un antiguo colega de Guadalajara recordó sus años en Público, un periódico local en el que trabajó en los años noventa. Los dos hablan con nostalgia de esos años, cuando Guadalajara y el periodismo eran otra cosa. Entonces Ortuño era editor en ese diario. Habla también de música; intercala tequila y agua y los temas de la conversación convergen. “Los heavies persisten, los punks se vuelven editores de periódico”, sentencia. En unas horas debe levantarse para asistir a una charla con lectores y booktubers en un café.
Llega a las 9.30, la chaqueta de cuero negro y la gorra, el estilo persistente. Lo esperan a él y a otro escritor mexicano, Antonio Malpica, una decena de jóvenes.
—¿Qué fue lo que más le costó leer?
—Intenté leer El Quijote a los siete u ocho años. Me obsesionó. A los 12 lo terminé de leer completo.
—¿Un consejo para los jóvenes que quieren ser escritores?
—Que tengan mucha paciencia.
—Ay, no, ya.
Ortuño escribe desde pequeño. En su casa, la escritura era siempre “un juego posible”. Su madre lo hacía como pasatiempos; su hermano Ángel, siete años mayor que él, fue poeta. Él murió este año. Normalmente, se encontraban en los pasillos y Ángel le recomendaba algún libro. Las presentaciones eran momentos en los que se encontraba con él y el resto de sus hermanos, también con su mamá. “Ha ido cambiando el elenco de las presentaciones”, dice. “Así es… bueno, digamos que hasta el momento está siendo más alegre que otra cosa”.
Camina buscando una nueva edición de El maestro y Margarita que edita Lectorum. Una de grandes obras de la literatura del siglo XX, del ruso Mijaíl Bulgákov, se publica este año como novela gráfica. Ortuño encuentra la editorial en uno de los pasillos de la feria, pero el libro llegará en los próximos días. Esta mañana, en el lobby luminoso de un hotel, le respondía a una periodista que es una de las únicas que le falta: “Busco todas las ediciones nuevas que salen”.
Ortuño detiene la jornada larga de promoción para ir a visitar a su tía, que está ingresada en un hospital de la ciudad. A diferencia de otros autores, el escritor vive en Guadalajara y su cotidianeidad convive con los eventos literarios. Cada día, vuelve a dormir a su casa y los textos que le regalan o compra se acumulan en la mesa donde desayuna. Este domingo pasa a buscar a sus hijos, de 16 y 19 años, antes de regresar y los trae de vuelta a la feria. Cuando se acercan al salón ocho, que lo intimida —”tienes que ser futbolista para llenar este salón”—, se encuentra en la fila con uno de sus hermanos. Los abrazos son largos y sonados.
La familia se sienta en la primera fila cuando empieza la presentación de Matarratas. El primero de los libros que presentará en esta edición es una fantasía juvenil sobre una adolescente que, tras un evento brutal, se convierte en sicaria. Es el primer libro de este género que escribe y para el que se viene preparando desde los 12 años. “Es un intento de regresar a ese momento de lectura en el que me convertí, si es que lo soy, en un escritor, en alguien que quiere contar historias”, explica. En los próximos días presentará también Esbirros, 11 relatos sobre el poder y la sumisión y contra las moralejas simplistas, y el cuento infantil Laika. Volver a la FIL, dice desde el escenario, es “casi como haber vuelto a la tierra prometida”.
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