Tras los palmeros de Putin
El miedo ante la amenaza nuclear paraliza o impide ver otras posibilidades, como cuestionar la pontificada superioridad del presidente ruso
Señala el profesor de Yale, Timothy D. Snyder, experto en Historia de Europa central y oriental, la dificultad para muchos aún de creer o de vislumbrar cómo Ucrania podría lograr la victoria en la guerra de Vladímir Putin. Prueba es que algunos siguen en la idea de una Rusia imperial, que ya no existe, o se deleitan recreando la Guerra Fría, que tampoco. Y es cierto que los marcos mentales a veces son tan fuertes, que emborronan el poder de los hechos, o impiden ver una salida que no sea el desastre. Los palmeros de Putin son hábiles jugando con los tiempos y los marcos.
No hay más que ver a qué velocidad ha irrumpido el espantajo de la guerra nuclear en el debate público, a medida que Ucrania ha empezado a remontar en el campo de batalla. De afirmar que Volodímir Zelenski alargaba “un sufrimiento innecesario” porque era “imposible” frenar al Ejército ruso en Kiev, ahora se blande la idea de la destrucción colectiva. De criticar a la Unión Europea porque sus sanciones serían “inútiles”, se ha pasado a exigir “no humillar a Putin” cuando el Ejército ucranio avanza ya por la provincia ocupada de Jersón, tras liberar Járkov.
Y esto no va de optimismos estériles, de obviar las posibilidades de desastre, o de aventurar desenlaces. Tampoco se trata de creer que erosionar al Kremlin sea suficiente para derrotarlo. Pero es innegable el efecto que generan ciertas ideas en la opinión pública, a veces de forma buscada. De cómo el miedo nuclear paraliza o impide ver otras posibilidades, según el profesor Snyder, como cuestionar la pontificada superioridad de Putin.
Primero, porque la reciente intensificación de la estrategia de Rusia mediante la destrucción, con los bombardeos sobre Kiev, o los intentos de aislar a Ucrania energéticamente, no rinde cuentas tanto de una supremacía bélica, como de suplir flaquezas militares mediante la venganza. Muestra de ello es que ni siquiera buscaba cosechar objetivos concretos, sino más caos sobre una población ya muy castigada. Por eso, algunos lo comparan con los misiles lanzados por Hitler sobre Londres en 1944, cuando la guerra se decantaba.
Otro ejemplo es cómo Putin llenó la Plaza Roja, a bombo y platillo, para vender las anexiones rusas mediante referendos sin garantías. Esa grandilocuencia sirvió para difuminar su necesidad de movilizar reclutas, que se saldó con protestas en zonas como Daguestán y salidas masivas del país.
Así que, tal vez, la principal arma del Kremlin en esta fase de la guerra no será tanto la ofensiva militar, como fue hasta el verano. Llega la intensificación del imaginario de la destrucción para tapar cualquier cuestionamiento sobre el proclamado “segundo mejor Ejército del mundo”. Todas las acciones parecen ir orientadas ya a seguir manteniendo el marco mental de una Rusia imposible de vencer, o de una guerra sin fin, con consecuencias muy temibles, para que Europa o el mundo se piensen su resistencia proucrania o la obliguen a rendirse.
Aunque hasta la propaganda de la psicosis cumple una función: en Occidente, muchos tampoco creen que Ucrania pueda expulsar a Rusia de su territorio, o esta retirarse del todo. Ello implicaría seguir proveyendo de armamento militar cada vez más sofisticado para apuntalar la fortaleza del Ejército ucranio. Es decir, ir hasta las últimas consecuencias, incluso, si a la escalada se suman aliados como Irán. Segundo, podría abrir la puerta a escenarios como una hipotética caída o colapso interno del régimen de Putin, o del desmembramiento de algunas zonas del actual territorio ruso. Tercero, obligaría a definir qué es la “victoria ucrania” o sus costes.
Así que, como dice el profesor de Yale, se acepta como más legítimo verse atraído por la premisa nuclear, aunque sus efectos permitan también cuestionarla, dentro de la paleta de posibilidades. Conllevaría la destrucción colectiva inmediata, o se acabaría normalizando el lanzamiento de bombas nucleares por cualquier otro conflicto territorial.
Los marcos mentales cuesta superarlos, está claro. La Alemania de Hitler parecía invencible en la Segunda Guerra Mundial porque la espectacularidad propagandística que vendía el régimen nazi no permitía imaginar otra cosa. Pero los marcos mentales también cumplen funciones sobre nosotros mismos. Romperlos supone aceptar que otros mundos son posibles, o asumir un cambio de statu quo. Y eso se aplica para la guerra, la política, o para la vida. Esconderse tras los palmeros de Putin, sin diseccionar sus relatos interesados o terribles, solo empuja a limitar nuestra valentía de creer en otros finales, quizás un día la victoria de Ucrania.
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