El mundo bajo Xi
El dirigente chino está construyendo un orden internacional alternativo que, utilizando la dialéctica del nacionalismo marxista, predispone a un conflicto con quienes se opongan a él
En 2011, durante un debate sobre el papel de China en el siglo XXI organizado por el foro Munk y que reunía a Henry Kissinger y el historiador británico Niall Ferguson, el primero afirmó: “En la próxima década veremos como China pondrá sus instituciones políticas en consonancia con su desarrollo económico, y el resultado será más transparencia y participación”. Dijo también que estará tan ocupada en los cambios internos que “no tendrá tiempo para concentrarse en dominar el mundo”. La réplica de Ferguson fue premonitoria: “Precisamente cuando las naciones están luchando con problemas políticos internos, es cuando más probabilidades tienen de aplicar una política exterior más asertiva y agresiva. Esta debe ser una de las lecciones de la historia moderna, incluso de la historia antigua”.
Diez años después, en un nuevo escenario de Guerra Fría en el que Pekín no oculta su intención de desplazar a Estados Unidos, algunos analistas norteamericanos valoran la apertura a China iniciada por Kissinger como un fracaso producto del desconocimiento propio, la astucia de Pekín o ambos. Kissinger no fue el único descaminado, otros comentaristas de la realpolitik, fallaron a la par. Robert Kaplan defendía en su momento que Pekín no ambicionaba transformar el orden internacional más allá de su legítima esfera de intereses.
La próxima confirmación, por tercera vez consecutiva, de Xi Jinping como líder supremo consuma la abrogación del legado que dejase Deng Xiaoping en los ochenta: la limitación del mandato presidencial a dos términos para evitar las derivas autoritarias del Gobierno unipersonal. Igualmente cancela el reformismo aperturista que permitió el milagro económico del “capitalismo con características chinas”. Aunque es en el ámbito de las ideas donde se observa el principal desvío de Xi, y por ello, un regreso al fervor ideológico de Mao en detrimento del pragmatismo de “buscar la verdad en los hechos” que propugnase Deng para avanzar en la senda de la modernización. Para Kevin Rudd, antiguo primer ministro de Australia, Xi Jinping ha concebido una visión del mundo que empuja “la política hacia la izquierda leninista, la economía hacia la izquierda marxista y la política exterior hacia la derecha nacionalista”. Cóctel dialéctico que le impulsa a creer que la historia se encuentra del lado del Partido Comunista Chino y que el liberalismo democrático, presa de sus contradicciones inherentes, está ya en la recta final. Este nacionalismo marxista perfila la toma de decisiones de Xi, y brinda “el regreso del Hombre Ideológico”, escribe Rudd en El mundo según Xi Jinping (Foreign Affairs), aquel que actúa bajo la férula de los principios doctrinarios, aunque hacerlo suponga sacrificar la racionalidad y atentar contra los intereses nacionales. La estrategia de covid cero es un claro ejemplo. El objetivo, inalcanzable, está teniendo un profundo impacto económico y social que amenaza con agravar la inflación y aumentar el riesgo de recesión global. Las fábricas han cerrado, las cadenas de producción se han interrumpido, y el gasto por consumo ha caído. Cientos de millones de personas han sido confinadas. En Chengdu, durante un terremoto de magnitud 6,8, las familias no pudieron salir de sus casas. La población vive bajo un control arbitrario y las críticas se silencian.
En la política exterior el pensamiento de Xi ha supuesto el paso del “esconde tus capacidades y gana tiempo” de Deng, a un “muestra el poder, tu tiempo es ahora”. Comenzando por la diplomacia del “lobo guerrero” —palabras bravas para los críticos extranjeros—, y transitando a la política de hechos consumados, desde que Xi llegase al poder, Pekín reivindica como territorio soberano las aguas internacionales del mar de China meridional, antagonizando con Indonesia, Filipinas, Malasia y Vietnam. Ha intensificado las disputas territoriales con India y castigado comercialmente a Australia por querer investigar el origen de la pandemia en Wuhan. La beligerancia hacia Taiwán alcanzó este verano nuevas cotas con incursiones militares aéreas. Y como colofón, la aciaga declaración de “amistad sin límites” con Putin días antes de la invasión de Ucrania.
Las aspiraciones hegemónicas de Xi se han propagado por medio del soft power, con la Nueva Ruta de la Seda como principal herramienta para ampliar la esfera de influencia. El gran proyecto geopolítico, buque insignia del presidente desde que asumiese el poder en el 2012, buscaba en sus orígenes integrar a Europa y Asia a través de una red de infraestructuras. A día de hoy abarca cuatro continentes y son 145 los países signatarios, entre ellos 20 de Latinoamérica —el último en firmar, Argentina— para desmayo de Estados Unidos, que ve como el gigante asiático se posiciona en territorio americano. Pero también de la Unión Europea, que se ha visto rebasada por su incapacidad de avanzar acuerdos de libre comercio en la región. Aunque no es oro todo lo que reluce. La Nueva Ruta de la Seda, con todas sus promesas de desarrollo y prosperidad, plantea inconvenientes de calado a sus beneficiarios, en especial a los que asumieron una elevada deuda que ahora deben renegociar. Es la llamada “trampa de la deuda” que ha llevado al canje de pago por la adquisición de derechos territoriales. Es el caso de Sri Lanka, forzada a ceder a Pekín el puerto de Hambantota por cien años. Las ideas de la Nueva Ruta de la Seda, apunta la revista The Diplomat, “están mutando hacia una nueva narrativa”, anunciada en dos nuevos grandes proyectos, la Iniciativa de Desarrollo Global (GDI) y su compañera, la Iniciativa de Seguridad Global, un nuevo concepto de seguridad que, en palabras del Ministerio de Exteriores de la República Popular, se inspira en “la tradición y sabiduría con características chinas únicas”. Si bien se desconocen los contenidos y aspectos formales de ambos proyectos, la semántica nominal evoca el concepto, tianxia, “todo bajo el cielo”, la dimensión planetaria definida por los principios del orden sinocéntrico.
En esta dirección apunta la reciente llamada de Xi a “dirigir la reforma del sistema de gobernanza global”. Siguiendo una estrategia múltiple alineada con organismos internacionales de intereses afines y opuesta al universalismo de los derechos humanos tal y como los define la carta de Naciones Unidas, Pekín está construyendo un orden alternativo. Una arquitectura de instituciones y normas que reflejan sus prioridades y valores —el Banco Asiático de Inversión en Infraestructuras, la Organización de Cooperación de Shanghái o la Ley de Seguridad de Hong Kong, que confiere jurisdicción sobre cualquier persona del mundo— y que finalmente remplace el existente.
Lejos quedan las palabras de Deng que creyeron Kissinger y Nixon: “China no es una superpotencia, ni buscará jamás serlo”. La visión dialéctica del nacionalismo marxista predispone a Xi a una lectura en clave de conflicto, en la que el glorioso renacer de China deber ir necesariamente acompañado del ocaso de Estados Unidos, y con él, de Occidente. Diagnóstico que invita a caer en la trampa de Tucídides, la proclividad a la guerra cuando una potencia emergente amenaza con reemplazar a la dominante. Optimismo errado por la fe.
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