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columna
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Prisioneros vocacionales

Pekín está convirtiendo en minoritarios a los uigures. Esta, y no la llegada de inmigrantes a Europa y EE UU que denuncian las extremas derechas, sí es una gran sustitución de la población autóctona, organizada desde un Gobierno

Un hombre con una máscara con la bandera uigur, en una protesta el 1 de septiembre en Alemania contra los crímenes en Xinjiang.
Un hombre con una máscara con la bandera uigur, en una protesta el 1 de septiembre en Alemania contra los crímenes en Xinjiang.SACHELLE BABBAR / ZUMA PRESS / CONTACTOPHOTO (SACHELLE BABBAR / ZUMA PRESS / C)
Lluís Bassets

Ya no existen los centros de entrenamiento y educación vocacional que China había construido en Xinjiang. Según el Gobierno, se trataba de unas instituciones ya clausuradas de participación voluntaria para alejar a la población musulmana de la tentación terrorista. Y probablemente sea cierto que ya no son operativos, por la sencilla razón de que el Gobierno ha dado por terminada con éxito la operación de reeducación para la asimilación de las poblaciones túrquicas a la cultura, la lengua y las prácticas religiosas mayoritarias de la etnia han dominante. La visita del presidente chino Xi Jinping, acogido triunfalmente en la región el pasado julio, da a entender el final de una sofisticada y sigilosa operación de ingeniería social e ideológica que no tiene antecedentes.

En Xinjiang hubo en la primera década del siglo brotes de terrorismo y disturbios nacionalistas. La respuesta del régimen fue de una brutalidad desconocida. Además de someter a la reeducación forzosa a la población de religión islámica, el régimen está convirtiendo en minoritarios a los uigures, ampliamente mayoritarios hasta hace pocos años. Esta, y no la llegada de inmigrantes a Europa y Estados Unidos que denuncian las extremas derechas, sí es una gran sustitución de la población autóctona, organizada desde un Gobierno.

También es el tema más difícil que ha pasado por manos de Michelle Bachelet como Alta Comisionada de Derechos Humanos de Naciones Unidas, cargo que abandonó el pasado 31 de agosto, no sin antes publicar su demoledor informe, en el que no se atreve a acusar al régimen chino de genocidio, tal como han hecho los Parlamentos canadiense y británico y el Departamento de Estado estadounidense, pero sí de crímenes contra la humanidad. No hay enormes novedades en su investigación, en comparación con el torrente de estudios, filtraciones de documentos oficiales del Partido Comunista y de la policía e investigaciones periodísticas, pero la reacción de Pekín ha sido extremadamente virulenta, en consonancia con la hipersensibilidad de su agresiva diplomacia, bautizada como de los lobos guerreros.

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Pekín ha vulnerado numerosas convenciones internacionales a las que se había adherido sobre discriminación racial y sexual, tortura, trabajo forzado, derechos del niño o de las personas con minusvalías. Con este lamentable éxito bajo el brazo, a sumar a otra operación en marcha de ingeniera social y digital de dimensiones insólitas, como es la política de Covid Cero, Xi Jinping llegará al Congreso del Partido Comunista, que se abrirá el 16 de octubre, para recabar el tercer mandato y de hecho la presidencia vitalicia. Hay eufemismos que señalan una genealogía. En China, a una cárcel y centro de tortura se le ha llamado centro de entrenamiento y educación vocacional. En Auschwitz, se recibía a los prisioneros bajo la frase Arbeit macht frei, el trabajo libera, escrita en la entrada del campo.

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Sobre la firma

Lluís Bassets
Escribe en EL PAÍS columnas y análisis sobre política, especialmente internacional. Ha escrito, entre otros, ‘El año de la Revolución' (Taurus), sobre las revueltas árabes, ‘La gran vergüenza. Ascenso y caída del mito de Jordi Pujol’ (Península) y un dietario pandémico y confinado con el título de ‘Les ciutats interiors’ (Galaxia Gutemberg).

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