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Columna
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Como Hitler en Gernika

Putin está perdiendo la guerra convencional de forma clamorosa y no tiene visos de revertir la pésima calidad demostrada por su Ejército. De ahí que haya decidido seguir en la escalada

Un agente de policía patrullaba el lunes una zona cercana a un parque infantil dañado tras los ataques rusos al centro de Kiev.
Un agente de policía patrullaba el lunes una zona cercana a un parque infantil dañado tras los ataques rusos al centro de Kiev.ROMAN PILIPEY (EFE)
Lluís Bassets

No hay guerra sin escalada. El enfrentamiento bélico consiste precisamente en responder a cada acción con otra de la misma o superior intensidad, para vencer o al menos frenar al adversario. Las fuerzas enfrentadas buscan un punto de equilibrio en el que la predominante ya no pueda avanzar más, momento del alto el fuego o de la rendición, de la que se deriva la paz, sea negociada o impuesta por el vencedor.

Distinto es el caso en que una o ambas fuerzas poseen el arma nuclear, situada al final de la escalera, de forma que al menos uno de los contendientes, el que no la tiene o se ha prohibido a sí mismo su uso, se ve abocado a una pausa o al fin de la pugna antes de que se llegue al apocalíptico y último peldaño. Esto es lo que está sucediendo en Ucrania, sobre todo a sus aliados, que quieren sin duda frenar la invasión e incluso vencer a Putin, pero a la vez evitar cualquier provocación que le conduzca a pulsar el botón del fatídico disparo.

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Con esta ventaja ha contado el Kremlin desde el primer día, de forma que Kiev ha visto limitada la ayuda y la participación exterior para no incurrir en la casuística que incluye el uso del arma nuclear contemplada por la estrategia oficial rusa. Por esta razón no se han declarado zonas protegidas para los civiles ucranios ni prohibiciones de sobrevuelos, y se ha limitado el alcance de la artillería suministrada a Kiev de forma que no llegue a territorio ruso. El objetivo, de momento preservado, es evitar que los combates se extiendan hasta convertirse en una guerra abierta entre Rusia y la OTAN, pero los últimos y preocupantes compases señalan precisamente en dirección contraria.

La causa fundamental es que Putin está perdiendo la guerra convencional de forma clamorosa y no tiene visos de revertir la pésima calidad demostrada por su Ejército. De ahí que haya decidido seguir en la escalada y arar con los torpes y brutales generales que tiene al mando de sus tropas. A diferencia de los ucranios, los de Putin están exhibiendo una inteligencia militar limitada, más propia de cabecillas terroristas que de profesionales de la milicia. Son expertos en aterrorizar a la población gracias a la potencia de fuego indiscriminado de su artillería, pero tienen enormes limitaciones a la hora de atacar objetivos de interés militar o de proteger sus propias líneas logísticas.

La alfombra de bombas que el lunes empezó a caer sobre Ucrania, en venganza por las derrotas militares y por la voladura del puente de Kerch, obligará a concentrar las defensas aéreas ucranias en las ciudades en detrimento del frente. Es su único y dudoso significado táctico, puesto que conducirá al incremento de la ayuda exterior en baterías antimisiles y dañará lo que pudiera quedar de credibilidad y de imagen internacional, si acaso le queda algo, de alguien como Putin, que actúa en Ucrania igual que Hitler en Gernika o Mussolini en Barcelona durante la guerra civil española.

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Sobre la firma

Lluís Bassets
Escribe en EL PAÍS columnas y análisis sobre política, especialmente internacional. Ha escrito, entre otros, ‘El año de la Revolución' (Taurus), sobre las revueltas árabes, ‘La gran vergüenza. Ascenso y caída del mito de Jordi Pujol’ (Península) y un dietario pandémico y confinado con el título de ‘Les ciutats interiors’ (Galaxia Gutemberg).

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