Ojalá hubiera sabido acercarme a ti
Hace 20 años, me impresionó con su pelo color fuego y su facilidad para mezclar colores en la paleta. Me costaba mirarla mientras hablaba porque sentía que no había pasado el tiempo
Abro el bote de tinta negra y con una espátula coloco el tamaño de una nuez sobre la mesa de vidrio. Amaso la tinta para comprobar su densidad. Si está demasiado líquida añadiré carbonato de magnesio para endurecerla; si está seca, aceite de linaza. Con un gesto seguro hundo la espátula en la masa oscura y la desplazo hacia la derecha marcando una franja de unos 15 centímetros por tres. Cojo un rodillo de goma y empiezo a esparcir la tinta sobre la mesa con movimientos seguros y firmes, como los de un carnicero que golpea con fuerza usando una macheta. La tinta se estremece entre el cristal y el caucho.
Entinto la matriz con la base pareja y empiezo a trabajar buscando una imagen. Tenso un trapo alrededor del dedo índice de mi mano derecha y empiezo a acariciar delicadamente los bordes de la plancha. Afino la mirada y esbozo una silueta con el pulgar (más plano, más ancho, más contundente). Una mujer rotunda, voluminosa y flexible aparece en la plancha.
Destruyo, con mi monotipia, la imagen de la mujer que me dijeron que había de buscar cuando empecé a pintar y descubro a otra cuya cabeza se levanta y cuyos pechos se descuelgan. El corazón hace ruido. Los muslos están listos para empezar a correr. Parece que somos muchas las que buscamos lo mismo: “Los cuerpos que ahora me atrevo a grabar ocupan el espacio del mismo modo que lo ocupa el mío. Se preocupan y viven, y piensan también con su carne”, me dijo hace poco una compañera. El maestro Berger colocaba en un lugar importante la palabra “descubrir”, valoraba la tenacidad en la búsqueda cuando esta tenía que ver con disciplinas como la pintura o el dibujo. Manuel Rivas escribe una frase en el prólogo de Y nuestros rostros, mi vida, breves como fotos que encuentro reveladora: “Quien se dedica a deslumbrar, pierde la capacidad de descubrir”. Y nos anima, después, a seguir avanzando por la incerteza.
En el proceso de no dejar de husmear, muchas veces tengo la falsa impresión de estar avanzando siempre en línea recta, como la sombra temblorosa de tinta negra con pecho descolgado que en mi plancha corre hacia adelante, pero hoy llegaron a una charla en la que esperaba estar entre desconocidos algunos de mis antiguos compañeros de trabajo.
Hacía más de 15 años que no los veía. Mientras hablaba, miraba al jefe de estudios sentado delante de mí y me desdoblaba: por un lado, seguía siendo la que ahora escribe, y por el otro, la chica de 24 años que lo temía a pesar de parecerle un hombre bondadoso y se atrevió a pedirle un día libre porque en un programa de televisión se habían interesado por sus dibujos. “¿Por qué no dejas las clases y dibujas? ¡Si lo haces muy bien!”, me preguntó mi jefa de departamento. Seguramente, no lo hacía porque todas las personas a las que conocía consideraban las artes plásticas un pasatiempo. Cuando le planteé a mi padre la posibilidad de estudiar Bellas Artes, su mirada cambió: en su cabeza era imposible entender que alguien que sacaba tan buenas notas quisiera aprender un oficio que, para poder comer, la llevaría hasta el paseo marítimo a pintar caricaturas de turistas. En la charla también estaba mi profesora de pintura de segundo de carrera. Hace 20 años, me impresionó con su pelo color fuego y su facilidad para mezclar colores en la paleta. Me costaba mirarla mientras hablaba porque sentía que no habían pasado los años y sabía que era la única en la sala que sabía exactamente cuál era el material bruto sobre el que había construido la obra de la que estaba hablando. La verdad duele. Al acabar, intercambiamos abrazos y más tarde un par de mensajes. Tecleé: “Ojalá hubiera sabido acercarme a ti”.
Estampo a la mujer oscura y rotunda que corre. ¿Sabéis lo que sucede? Que la estampa siempre es el espejo de la matriz y ahora mi mujer corre hacia atrás.
Quién sabe lo que acabará descubriendo.
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