Nadie hizo nada
En Ecuador, dos casos recientes, el de una mujer brutalmente acosada y golpeada en la calle, y el de otra asesinada por su marido en una academia de policía conmocionan, hasta se hacen virales, pero nadie hace nada
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En un video de TikTok que dura menos de tres minutos, la ecuatoriana Nicole Ramos aparece brutalmente golpeada pero con la entereza suficiente para denunciar que casi la matan. En el clip, la mujer de 30 años se muestra con una blusa que deja al descubierto sus hombros. Su piel blanca está marcada por moretones en la clavícula, pómulo, ojo y labio. ¿Qué pasó? Tuvo la ‘osadía’ de reclamar a un hombre por tocarle el trasero sin consentimiento.
La escena es la siguiente. Guayaquil, diez de la mañana del domingo 11 de septiembre. Nicole salió a comprar, un tipo pasó a su lado y le “agarró la nalga”. Ella, en reacción, lo insultó. Él no demoró en lanzarse encima.
“Me agarró del cabello y me zamarreó, me golpeó en la cara. Tengo muchos chichones en la cabeza, me estrelló contra el piso”. Ella denuncia que él le pisó las piernas, alzó su vestido y metió las manos dentro de su ropa interior. No dejaba de patearla e insultarla. “Lo más bonito que me dijo fue: ‘¡Zorra asquerosa!’”, recuerda Nicole irónicamente. Cuando se cansó, la escupió y se fue. Caminando.
Nicole y su agresor no se conocían. Nicole fue agredida bajo la luz del sol en un lugar público y transitado. Mientras se acomodaba la ropa, las personas la miraban y continuaban su camino. No hubo quien se detenga.
“Nadie me ayudó a pararme, nadie se acercó. Nada”, insiste. “Hago el video para que hagan conciencia de que si ven a una mujer en la calle que está en peligro, por favor, ayúdenla. No la dejen sola”.
A diferencia de las más de doscientas mujeres que han sido asesinadas en Ecuador en lo que va de 2022, Nicole está viva para denunciarlo en primera persona.
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En este país andino, casi todas las mujeres han sido víctimas de alguna forma de violencia en algún momento de su vida. Lo dicen las cifras oficiales. Y este año está pasando a la historia como uno de los más sangrientos. Según organizaciones de la sociedad civil, que son las que llevan un registro minucioso de las víctimas, por lo menos una mujer ha sido asesinada cada 28 horas por razones de género. Es decir, mientras escribo esto, las probabilidades de que una esté muriendo violentamente son altas. La pregunta de fondo ¿por qué no se hace nada? retumba incesante.
La interrogante puede leerse vaga si se sabe que Ecuador cuenta desde 2017 con una Ley Orgánica Integral para Prevenir y Erradicar la Violencia Contra Las Mujeres (LOIV). La norma surge, tal como dice el texto, porque las medidas han sido insuficientes. Su misión es articular un Sistema Nacional para la Prevención y Erradicación de la Violencia de Género. Hace unos días, Sara España escribió en este artículo de EL PAÍS desde Guayaquil que pese al aumento de la violencia machista, el Gobierno ecuatoriano “solo ha ejecutado un 5% de los fondos presupuestados para este año para la erradicación y prevención de este problema enraizado en la cultura y la educación”.
La vida de las niñas y las mujeres no es una prioridad en la agenda política. Lo que nos permite cuestionarnos, ¿la vida de las niñas y las mujeres depende de la voluntad política? La impunidad y el silencio son una constante cuando se trata de garantizar (nos) el derecho a una vida libre de violencia. Un ejemplo claro es la historia más reciente que generó conmoción social porque implica a las ‘fuerzas del orden’, la de María Belén Bernal.
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El mismo domingo 11 de septiembre, pero esta vez en la capital, Quito (a poco más de 300 kilómetros de Guayaquil), la abogada María Belén Bernal entró a la Escuela Superior de la Policía, donde trabajaba su esposo, el teniente Germán Cáceres. La madrugada de ese domingo hubo una fiesta dentro de la escuela de policía y la pareja discutió. La prensa local recoge que, según testigos —otros policías que estaban en el lugar— se escucharon gritos, golpes y después un silencio rotundo.
Hay quienes incluso escucharon a María Belén gritar: “¡Germán, me estás haciendo daño, ya suéltame, me estás lastimando!” o “¡Auxilio, me matan!”. Después, alguien vio al teniente subir a su carro un bulto envuelto en una cobija. Durante diez días la mujer estuvo desaparecida hasta que el pasado 21 de septiembre se encontró su cuerpo en un cerro.
La Policía —descrita en la Constitución como una institución de protección de los derechos, libertades y garantías de los ciudadanos— se quedó inerte ante lo que sería un crimen flagrante. El sospechoso ya está prófugo.
Decenas de mujeres se tomaron las calles para acompañar el pedido de justicia de la familia de María Belén. Mientras esto sucedía, los titulares de sucesos ya anunciaban que otra mujer fue baleada en un karaoke, y que el cadáver de una joven atado a una piedra se encontró en un río. Tristemente, historias como las de Bernal alimentan ese envión social que se prende y parece encaminarnos hacia una realidad distinta. Pero las raíces están tan podridas que no es tan fácil. Las autoridades lo ejemplifican.
Al referirse al caso de la abogada quiteña, el representante del Ejecutivo, el ministro del Interior, se tropezó con una serie de declaraciones que desnudan al Gobierno en su incomprensión profunda del problema. En medio de una retahíla de inconsistencias, el funcionario dijo que se trataría de un “delito pasional”.
Que una autoridad hable de “delito pasional” cuando la propia legislación define las diferentes violencias a las que una persona puede estar sometida por cuestión de género es un intento inútil de restar la responsabilidad que tiene el Estado en las acciones y estrategias de prevención. Y, en esta historia, hasta de omisión. La escritora mexicana Cristina Rivera Garza ha sido muy clara al explicar que “los feminicidas siguen matando porque, además de contar con la exculpación de la narrativa patriarcal, están al tanto de la impunidad que les da el Estado, y del apoyo cómplice que genera la indiferencia y la indolencia social”.
Tener la capacidad de llamar a las cosas por su nombre implica hacerse cargo. Desde la ONU se ha calificado la violencia contra las niñas y las mujeres como “la más vergonzosa violación de los derechos humanos”. Esa vergonzosa violación de los derechos humanos encierra un patrón que se repite: cuerpos vulnerados. Un silencio violento que se impone.
Decir que en Ecuador —en el mundo— una niña, mujer, anciana puede ser —o es— asesinada cada día por el mero hecho de serlo ya no conmueve. Los datos se ultrajan y no alcanzan para devolver las voces que fueron silenciadas. Hay que insistir en que la inacción estatal es determinante en la vida o muerte de las mujeres. No reconocerlo es ser cómplice.
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