La pincelada blanca
Al principio del aprendizaje se suele vincular el blanco con la luz, pero el blanco tiene la habilidad de dejar todo como si se hubiera derramado un vaso de leche sobre lo pintado
Ensucio el blanco habitual de la imprimación del lienzo con varios pegotes de color parduzco que froto con un trapo de algodón. Destruyo el blanco antes de pintar, un blanco inofensivo por lo seco y plano, que puede transformarse en un problema si en las primeras sesiones no se lo tiene en cuenta. También mantengo una relación distante con el blanco colocado en la paleta. Al principio del aprendizaje se suele vincular el blanco con la luz, pero el blanco tiene la habilidad de dejar todo como si se hubiera derramado un vaso de leche sobre lo pintado.
Hablo del blanco en singular, pero trabajo con infinidad de blancos, algunos más cálidos o más transparentes, otros cubrientes en exceso; hay autoras que los usan de un modo magistral, sin dejar en la superficie de la tela resto de calostro alguno. La primera vez que intenté pintar la lluvia lo hice con pintura blanca. Debía tener siete u ocho años y estaba en una academia donde los niños y las niñas del pueblo nos amontonábamos y pintábamos propinándonos algún que otro codazo en un espacio minúsculo. Los más mayores lo hacían en fila, de pie, cara a la pared. En realidad no fui yo, sino el profesor, quien cogió una brocha hecha polvo, la untó en blanco de titanio (un blanco bien cubriente) y la deslizó por la superficie de la escena que yo había pintado.
Hubo una época en la que temía a la pintura blanca y para el tono más luminoso de mis trabajos elegía el rojo cadmio claro. Más adelante, cuando le perdí el miedo, compraba el blanco en tarro, pero para mantener la pintura blanca inmaculada una ha de ser muy cuidadosa, y yo no lo soy cuando pinto. Ahora atesoro tubos de 200 mililitros. Hace un tiempo que disfruto derramando grandes cantidades de masas blancas sobre telas imprimadas sin material de carga, por lo que la base del lienzo mantiene su color, que suele ser de un tierra claro. Me gusta depositar la pintura con el lienzo dispuesto en horizontal, arrastrarla con espátulas o con las manos, disolverla con baños abundantes de aguarrás. Disfruto sorprendida del tiempo de espera, y el placer se incrementa cuando, una vez listas las primeras manchas, pinto sobre ellas con pinceles de pelo suave o velo los grumos secos.
Algunas autoras trabajan las veladuras blancas de un modo excelente, como Roser Bru (cuyo fantasma suele pasearse por estas columnas). En la pieza Cal-cal viva, el blanco protege los rostros de nueve campesinos que fueron encontrados muertos en una mina de cal en Lonquén, después de haber sido detenidos durante la dictadura militar. Debajo de los rostros la autora escribe a mano las propiedades químicas de la cal y vela sus propias palabras usando un papel poliéster.
Otros blancos hipnotizantes son los que la pintora estadounidense Georgia O’Keeffe deposita en los bordes de las olas nocturnas que llegan a lamer una arena violácea. Derrama el blanco sin piedad sobre lirios, tablones viejos, conchas y huesos de animales. En sus pinturas de flores, la pintura blanca está compuesta tanto por blanco de plomo como por blanco de cinc. El segundo no es flexible, es más voluminoso que el primero, pero también menos compacto, y O’Keeffe juega con las proporciones de ambos trabajando las gradaciones blancas de un modo bellísimo.
Como pintora que escribe busco también en los libros las veladuras blancas que muestran más que lo que la página dice o que emborronan las palabras que quieren confundirnos. Compongo en la página como compongo en el lienzo y sé que la mirada de quien lee acabará de construir la forma, porque no han de masticarse las palabras como no se mastican las líneas ni la veladura blanca. Caen, las manchas y las palabras, y se descuelgan, como las Barrigas blancas de tela, yeso y gasa de la peruana Johanna Hamann. Ligeras y despeluzadas, sujetas por tres garfios de carnicería, se manifiestan contra algunas de las injusticias de este mundo.
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