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De mar a mar
Columna
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Maduro, Putin y Xi, en el banquillo de la ONU

El rechazo a las violaciones de los derechos humanos es una forma cada vez más nítida de alineamiento internacional

Carlos Pagni
Vladimir Putin y Xi Jinping
Vladímir Putin y Xi Jinping, el pasado viernes durante una reunión en Uzbekistán.Sergei Bobylev (AP)

Las violaciones de derechos humanos en Venezuela vuelven a estar bajo la lupa. Y la definición frente a ese drama se convierte, de nuevo, en un criterio muy relevante de clasificación de los Gobiernos de América Latina. El problema presenta una continuidad alarmante, pero está renovando su significado. Las barbaridades cometidas por el régimen de Nicolás Maduro son observadas ahora en un contexto en el cual los crímenes de lesa humanidad adquieren un extraordinario potencial geopolítico. Desde el lunes de la semana pasada, entró en sesión en Ginebra el Consejo de Derechos Humanos de la Naciones Unidas (ONU). Las reuniones terminarán el próximo 7 de octubre. Antes de esa fecha, los consejeros deben resolver tres cuestiones muy conflictivas. Qué hacer con el lapidario informe de la Alta Comisionada para los Derechos Humanos sobre crímenes cometidos por el gobierno de Xi Jinping en China. Aceptar o rechazar que se inicie una investigación sobre agresiones a los derechos humanos en Rusia. Y renovar o cancelar el mandato de la Misión Internacional Independiente de Determinación de Hechos, que viene monitoreando la situación venezolana desde 2019.

La Misión se creó el 27 de septiembre de 2019 con un mandato de un año para examinar el comportamiento del chavismo desde 2014 en temas como persecución de opositores, emigración o crisis alimentaria, entre otros. En 2020, el equipo integrado por la portuguesa Marta Valiñas, el británico Paul Seils y el chileno Francisco Cox, emitió un primer informe, consignando la multiplicación de asesinatos, torturas, privaciones de la libertad y desapariciones forzadas, entre otros delitos. El equipo recibió un nuevo mandato, por dos años, que vence en estos días. En aquel reporte, Valiña, Seils y Cox afirmaron que las máximas autoridades venezolanas estaban al tanto de esas atrocidades. Agregaron que el país carecía de un sistema judicial independiente para sancionarlas. El dictamen tuvo una enorme trascendencia debido a que habría sido el antecedente principal que tomó en cuenta la Fiscalía de la Corte Penal Internacional para abrir una investigación formal contra Maduro y sus colaboradores inmediatos.

El lunes próximo el Consejo debe votar una resolución prorrogando por dos años el trabajo de la Misión. Es una decisión estratégica, porque dentro del nuevo período, en 2024, está previsto que Venezuela celebre elecciones presidenciales. Garantizar la transparencia de esos comicios es, por supuesto, indispensable para la regeneración de la vida pública en el país.

El impulso a la prórroga ofrece algunas curiosidades. Una de ellas es que tres países que en 2019 habían patrocinado la creación de la Misión ahora no impulsan su continuidad. Son la Argentina, Colombia y Honduras. Al frente de esos países había presidentes de centroderecha: Mauricio Macri, Iván Duque y Juan Orlando Hernández. Fueron reemplazados por gobernantes de izquierda con un sesgo más o menos populista: Alberto Fernández, Gustavo Petro y Xiomara Castro. El caso de Colombia tiene su propio significado, porque ya no forma parte del Consejo. Además, Maduro aceptó la propuesta de Petro de convertirse en garante de las negociaciones entre el gobierno colombiano y el Ejército de Liberación Nacional.

Sin embargo, Chile y Perú, donde se produjo el mismo giro ideológico, mantienen su patrocinio. Los Gobiernos de Gabriel Boric y Pedro Castillo auspician que la Misión siga su trabajo.

Reaparece de este modo un problema clásico para la izquierda latinoamericana: la disparidad de enfoques para evaluar los ataques a los derechos humanos según cuál sea el signo político del Gobierno al que se le imputan esas desviaciones.

La discusión sobre la dictadura venezolana se inscribirá esta vez en un panorama de mayor tensión. Veinte minutos antes de agotar su mandato como Alta Comisionada para los Derechos Humanos, el 31 de agosto pasado, Michelle Bachelet emitió un severo informe de 45 páginas sobre China. Con ese trabajo corrigió algunas expresiones complacientes que había tenido al cabo de una visita al país, que le valieron una lluvia de reproches. Bachelet elaboró un relevamiento de crímenes que comete el régimen de Xi Jinping en la Región Autónoma Uigur de Xinjiang. Se refiere, en especial, al modo en que las autoridades se sirven de la lucha contra el terrorismo como coartada para reprimir cualquier disidencia con métodos abominables, como el establecimiento de campos de concentración, designados con el eufemismo de Centros de Educación Vocacional.

El Consejo debe decidir en el actual período de sesiones que curso de acción adoptar para que se eviten esos delitos aberrantes. Evitar que se avance en este examen es hoy una de las prioridades más perentorias de la diplomacia china, que ejerce una gran influencia sobre muchos países a través del financiamiento, sobre todo de infraestructura. Va a ser muy interesante observar con qué signo votan esos países. Uno de ellos, la Argentina, ocupa la presidencia del Consejo a través del embajador Federico Villegas.

La otra iniciativa que se introdujo en el Consejo se propone establecer un seguimiento de la falta de garantías para los derechos humanos en Rusia. Ya no se trata de relevar los crímenes perpetrados en Ucrania por las fuerzas de Vladímir Putin. Esa tarea ya mereció la constitución de una comisión ad hoc. Ahora lo que se pretende es determinar las detenciones y arrestos arbitrarios, los ataques a la libertad de expresión y todo tipo de hostigamiento a instituciones de la sociedad civil dentro de la propia Rusia. Los países de la Unión Europea son los más interesados en que esta resolución salga aprobada.

No hace falta subrayar la trascendencia de estas inquisiciones sobre la calidad institucional de regímenes como el de Xi y el de Putin. No solo son dos miembros permanentes del Consejo de Seguridad, que es la máxima instancia de poder de la ONU. Ambos países están librando, con distinto nivel de agresividad, un complejo duelo con los Estados Unidos. El modo en que cada país se define ante esta agenda tiene una enorme densidad política. La tolerancia o el rechazo a las violaciones de los derechos humanos se están convirtiendo en una forma cada vez más nítida de alineamiento internacional.

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