¿Cerramos las fronteras a los ciudadanos rusos?
Si a los europeos nos acogieron en los más diversos países durante el terrible siglo XX, permitamos ahora que los rusos, como quienes huyen de dictaduras y otras catástrofes, puedan entrar en la UE sin ser tratados de indeseables
“La sanción más importante sería que los países occidentales cerraran las fronteras a Rusia”, afirmó Volodímir Zelenski en una reciente entrevista con The Washington Post. “Esta es la manera de obligar a Rusia a dejar de anexionarse más territorios de Ucrania. Los rusos deberían vivir en su mundo hasta que cambien de filosofía”. Y añadió: “Algunos rusos pueden decir: ‘No podemos culpar a la población entera’. Sí, podemos. El pueblo ruso eligió a su Gobierno y ahora no lucha contra él, no debate con él, no grita contra él”.
La cuestión de dejar de emitir visados a los rusos se puso sobre la mesa en la UE a finales de julio y, tras las enfáticas declaraciones de Zelenski, ha cobrado más fuerza. Hace dos semanas, Estonia declaró que, salvo excepciones humanitarias, rechazaría cualquier petición de visado proveniente de ciudadanos rusos y propuso que la Unión Europea siga su ejemplo. Otros países de la zona, como Letonia, Lituania, Finlandia y Chequia, han aplaudido la iniciativa. A finales de agosto, la UE debatirá el tema en una reunión en Praga.
Rusia y sus ciudadanos deberían preguntarse por qué sus vecinos no los quieren ni ver. Todos ellos han padecido de las manos de Rusia invasiones, guerras, usurpaciones de territorio, expoliaciones e injerencias en los asuntos internos. En las dos últimas décadas, por ejemplo, Rusia ha gastado millones de rublos para subvertir y subyugar a los países que tras la Segunda Guerra Mundial pertenecieron a su órbita. Los servicios secretos rusos formaron a políticos prorrusos o crearon partidos favorables a Rusia; además, alentaron redes de corrupción para minar sus sociedades. Por todo eso, los países de Europa Central y del Este desean castigar de alguna manera al vecino provocador y belicoso. En las últimas semanas, muchos de ellos han dejado de emitir visados a los ciudadanos rusos. Recientemente, unos guardias fronterizos rumanos denegaron la entrada al país a un ruso, e imprimieron en su pasaporte un sello que decía: “Buque de guerra ruso, vete de aquí”.
¿Pero cómo viven todo esto los rusos? La propuesta de no concederles más visados ha provocado intensos debates en las redes sociales por parte de los rusos. El sociólogo Alexei Levinson, del centro independiente Levada de Moscú, sostiene que los viajes a Occidente son imprescindibles para su trabajo y el de otros científicos de su país. El Comité Antiguerra Ruso, que cuenta con el crítico del Kremlin Gari Kasparov, el antiguo propietario de la petrolera Yukos Mijaíl Jodorkovski, el político de la oposición Dmitri Gudkov y el economista Serguéi Guríev entre sus miembros, ha avisado de que prohibir la entrada en la UE a todos los rusos, incluso a los que han tomado posturas públicas contra la guerra, “jugaría a favor del Kremlin”. El comité ha añadido en su aviso que una restricción de este tipo “tiene infelices precedentes en la historia europea reciente”, porque se puede interpretar como asentimiento a la política de inmigración de Estados Unidos y el Reino Unido durante la Segunda Guerra Mundial, cuando estos países se negaron a aceptar más refugiados judíos que huían del nazismo. Otra comparación se refiere al acuerdo de posguerra entre los aliados occidentales y Stalin, según el cual los ciudadanos soviéticos fueron devueltos desde Occidente a la URSS. Una vez allí, la mayoría fueron enviados al gulag. Evidentemente, como todos los paralelismos históricos, estas comparaciones son discutibles, aunque el comité tiene razón en que la medida favorecería a Putin: la frontera ya quedó cerrada en tiempos de la URSS para que los rusos no tuvieran contacto con nadie ni vieran cómo se vivía y se pensaba en otros países.
Los rusos críticos con la guerra de Putin están divididos en tres grupos. Los que ya habían emigrado antes de la guerra en Ucrania se muestran generalmente a favor de restringir los visados y acusan a los demás de falta de radicalidad. Los que han emigrado tras la guerra son contrarios a la restricción de los visados y, a su vez, denuncian a los que permanecen en Rusia por intentar vivir con normalidad y, con sus impuestos, financiar la guerra. Los que permanecen en el país están aterrados ante la posibilidad de que Occidente les cierre sus fronteras. Sea como sea, una cosa une a los tres grupos: ninguno goza de poder para influir en las decisiones del Kremlin.
Hay que comprender y respetar las reacciones de la sociedad ucraniana y de su presidente, así como las del resto de países vecinos de Rusia, que pueden convertirse en los próximos objetivos del régimen de Putin. Pero, a su vez, no podemos ignorar lo que nos enseña la historia europea. Si a los europeos nos acogieron en los más diversos países del mundo durante el terrible siglo XX, permitamos ahora nosotros que los ciudadanos rusos, al igual que otros grupos de inmigrantes que huyen de dictaduras y otras catástrofes, puedan entrar en el bloque europeo sin ser tratados de indeseables.
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