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Tribuna
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Recordando la España mezclada de Américo Castro

Medio siglo después de su muerte, la obra del historiador nos acerca a una visión heterodoxa de nuestro país, que combatió el relato nacionalcatólico de una tierra destinada a ser bastión de la Cristiandad

El filólogo, historiador y crítico literario español Américo Castro.
El filólogo, historiador y crítico literario español Américo Castro.

25 de julio de 1972. Un anciano de 87 años sale del Hotel Rigat Park y se adentra en las aguas de la playa de Fenals, en Lloret de Mar. Tras unos minutos nadando se siente mal; pese a ser rescatado, muere poco después. Ese anciano era Américo Castro, nombre mayor de la vida intelectual hispánica del siglo XX.

Sin la Guerra Civil de 1936 la vida de Castro hubiera sido muy otra. Nacido en Brasil, hijo de emigrantes granadinos, llegó a España con cuatro años. En Granada se licenció en Derecho y Filosofía y Letras; marchó a París y amplió estudios en la Sorbona en una fase crucial de su formación. Regresado a España, se sumó a la revolución científica que emprendía el Centro de Estudios Históricos, fundado en 1910 y dirigido por Ramón Menéndez Pidal: Castro fue, junto con Tomás Navarro Tomás y otros, figura fundamental del estelar grupo de filólogos del Centro. En 1915 obtuvo la cátedra de Historia de la lengua castellana de la Universidad de Madrid; Castro, con todo, ensancharía su formación de estricta observancia filológica y se abrirá a los estudios literarios articulados desde el entendimiento de la literatura como construcción cultural. Cima de esta orientación fue su El pensamiento de Cervantes (1925), libro que marca un antes y un después en los estudios cervantinos. Castro fue, pues, consecutivamente producto y protagonista del esplendor cultural de la España de su época. Su presencia en iniciativas fundamentales de aquellos años —Residencia de Estudiantes, Junta para Ampliación de Estudios, Institución Libre de Enseñanza— lo acredita.

Castro fue un ciudadano con una intensa conciencia social, acendrada con el arribo de la República. Firma frecuente en la prensa de su tiempo, fue también miembro de la orteguiana Liga para la Educación Política, promotor de la Oficina de Relaciones Culturales, y abajofirmante de manifiestos varios, sobre todo si apoyaban la reforma educativa y el progreso social. En 1931 fue embajador de la República Española en Alemania.

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Este proyecto vital se hunde en julio de 1936. Persuadido de que la tragedia iba a ser total e irreparable, Castro abandona España ese verano. París y Buenos Aires son primeras estaciones de un itinerario que lo llevará finalmente a Estados Unidos, donde llegará en 1940 a la prestigiosa Universidad de Princeton, en la que hará lo mejor de su carrera. Carrera que no puede seguir ya siendo la misma, cuando las referencias y los objetivos de antes se han desvanecido, cuando una sociedad nueva en proceso de consolidación había sido aniquilada por sendas barbaries de signo opuesto. Acuciantes preguntas acerca del ser de España y de su eterno destino retardatario se acumulaban. Para intentar responderlas, Américo Castro elaboró en su libro España en su historia (Buenos Aires, 1948) una visión ciertamente heterodoxa de la historia hispana. La tesis central del libro (significativamente subtitulado Cristianos, moros y judíos) es la inexistencia de España como comunidad social y humana hasta fines de la Edad Media, cuando la coexistencia entre esas tres castas causa una mutua interpenetración de ideas que dará como resultado una forma de vida hegemónica impuesta por la casta cristiana dominante, y decisivamente ahormada por ideas de las castas semíticas, tales como la vinculación entre Estado y religión, la dimensión imperativa del ser en detrimento del hacer, y la imposibilidad para objetivar la realidad. Tal mentalidad social explica la intolerancia contra los conversos, la teocracia de la España imperial, el rechazo de los ideales ilustrados y, en último término, el atroz rabotazo a la civilización y a la modernidad que suponen la sublevación y el triunfo de la España nacionalcatólica.

Tal visión de la historia de España no solo fue rechazada por los partidarios de una España eterna, bastión de la Cristiandad, sino también por historiadores incapaces de librarse de una tradición historiográfica previa que no veía en las presencias semíticas en la península Ibérica (largas de siglos) más que una engorrosa intromisión pasajera incapaz de contaminar las esencias de una España perpetua, donde Séneca, Trajano y San Isidoro ya eran, naturalmente, españoles. Y sería vehementemente rechazada por alguien en tantas cosas homólogo a Castro: Claudio Sánchez Albornoz. También exiliado y formado en el esplendor del Centro de Estudios Históricos, historiador de práctica positivista basada siempre en evidencias documentales, nunca aceptó la historiografía de veste orteguiana practicada por Castro. Su respuesta, dos macizos tomos, España, un enigma histórico (1956), donde desautorizaba la obra de Castro prácticamente en cada página; su publicación abrió una polémica intelectual de intensidad y rango formidable. Castro, inagotable polemista, se desvivía —término muy suyo— por demostrar inconcusamente la verdad de sus teorías e interpretaciones. Ya había reformulado su magnum opus, cuya segunda versión revisada, La realidad histórica de España, apareció en 1954, en México, y su tercera en 1962; poco antes de morir, Castro aún se ocupaba en una última revisión. En realidad, su empeño por probar documentalmente lo veraz de su visión iba a redropelo de la naturaleza de su empeño, afín a la visión teórico-histórica de un Ortega siempre despectivo hacia el documento y el dato y proclive al destello teórico iluminador, e hizo más mal que bien a la obra del Castro último, denodado luchador en defensa de sus obras a través de polémicas, reescrituras y autoglosas. Pero mucho en ese Castro final prueba la impar penetración de su intelecto, y proporciona intuiciones valiosísimas (testigo su Hacia Cervantes, o su opúsculo, tan ignorado, La Celestina como contienda literaria, o muchas de las páginas de su justamente acerbo De la edad conflictiva).

Juzgar a Castro únicamente por la verdad objetiva contenida en sus páginas supondría un error. Mucho más productivo es juzgar su visión histórica por su capacidad para inspirar nuevas visiones, replantear viejas preguntas, o debelar duraderas creencias. Seguramente la relación de sus discípulos o seguidores académicos (Stephen Gilman, Sam Armistead, Juan Marichal, Russell Sebold, Francisco Márquez Villanueva, Julio Rodríguez Puértolas), o la de aquellos creadores que recibieron inspiración de su obra (Camilo José Cela, Miguel Delibes, Juan Goytisolo, José Jiménez Lozano), sea inmejorable testimonio de su vigor y fecundidad, y el mejor aliciente para acercarnos a su obra desde nuestra realidad de hoy.

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