Aprensiones
Me encontraba, en efecto, en un hotel de los alrededores de un aeropuerto cuyos muebles me rechazaban con una hostilidad sólo comparable a aquella con la que yo abominaba de ellos


Había en los alrededores del infierno varios hoteles parecidos a los que se encuentran cerca de los aeropuertos. No se pasaba más de una noche en ellos, el tiempo preciso para que te clasificaran y te asignaran el círculo ajustado a los merecimientos de tu currículo. Las habitaciones eran ásperas, por tanto. Ni siquiera tenían sillas, sólo un par de taburetes de los de apoyar una nalga, para acentuar la sensación de paso. Me dejé caer en la cama, que estaba helada, como si el colchón fuera de agua fría, cerré los ojos y al poco me dormí, pues el tránsito de la vida a la muerte había sido duro y estaba hecho polvo.
Desperté a las tres horas con el cuerpo aterido y me dirigí al baño para aliviar la vejiga. Al levantar la tapa, advertí que la taza no tenía agua. De las profundidades del agujero surgían aullidos que ponían los pelos de punta mezclados con llamas procedentes de las calderas del averno. Oriné, por si contribuía con ello a apagar las llamas, pero el pis provocó el efecto de un chorro de gasolina sobre una hoguera.
Cerré apresuradamente la tapa, regresé a la cama, me tumbé de nuevo sobre el colchón frío y al poco desperté. Me encontraba, en efecto, en un hotel de los alrededores de un aeropuerto cuyos muebles me rechazaban con una hostilidad sólo comparable a aquella con la que yo abominaba de ellos. La cama, rectangular y estrecha, tenía algo de tumba y los cuadros de las paredes eran horribles marinas de carácter hiperrealista. Todo conducía al suicidio. Fui al baño, levanté la tapa del retrete, pregunté si había alguien allá abajo y escuché una carcajada que no era una carcajada, sino la descarga de una cisterna del retrete de la habitación de al lado, que se burlaba de ese modo de mis aprensiones. Preferí hacer noche en las instalaciones del aeropuerto, encogido sobre un sillón incómodo.
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