Richard J. Bernstein, el filósofo de los puentes
El académico estadounidense falleció esta semana a sus 90 años. Logró, como pocos, tender puentes entre el pragmatismo americano y la filosofía continental, sintiéndose igualmente a gusto con Richard Rorty o Jacques Derrida
Un filósofo puente. Así lo describió hace unos años su amigo, el filósofo mexicano Carlos Pereda, pensando en el enlace entre corrientes de pensamiento que fluyen por distintos causes pero que gracias su obra se encuentran o al menos se cruzan por breves instantes. Hablamos de Richard J. Bernstein, el pensador neoyorquino que falleció el pasado 4 de julio en su casa de campo en las Montañas Adirondack y cuya carrera filosófica se extendió por más de siete décadas desde sus días como estudiante en las Universidades de Chicago, Columbia y Yale hasta sus estancias como profesor en Haverford College y, finalmente, en la New School for Social Research en Nueva York.
Nacido en Brooklyn el 14 de mayo de 1932 en el seno de una familia de inmigrantes judíos de clase trabajadora, Bernstein (o Dick, como le dicen con cariño sus colegas, estudiantes y amigos) absorbió desde pequeño la energía vibrante de la ciudad, su esencia “revoltosa, musical y autosuficiente”, como alguna vez la describió Walt Whitman. Su obra, repartida en más de 12 libros y decenas de artículos académicos, es el mejor testimonio de su temperamento inquieto y curioso, de una sensibilidad particular que le permitía detectar resonancias entre pensadores y tradiciones dispares. De ahí precisamente su fama de tender puentes, especialmente entre el pragmatismo americano y la filosofía continental, sintiéndose a gusto hablando de Wilfrid Sellars, Richard Rorty y Robert Brandom, pero también de Hannah Arendt, Hans-Georg Gadamer y Jacques Derrida.
Aunque algunos ven reflejado en su obra un instinto dialógico, un esfuerzo por reunir y fusionar ideas provenientes de diversas corrientes de pensamiento en una especie de síntesis general y totalizante, lo cierto es que para Bernstein pesa tanto la armonía como la disonancia, o más bien, es justamente a través del juego entre una y otra que se abre la posibilidad de un genuino encuentro filosófico. Por ello, las páginas de sus libros están marcadas por cierta tensión expansiva, por la inestabilidad propia de todo espacio de diálogo en donde las partes se expresan pero también se exponen, donde los acuerdos son provisionales y contingentes y por ello el espacio de la interrogación conjunta permanece abierto.
Más que diálogos, los libros de Bernstein son verdaderas fiestas filosóficas; en ellos hay ponderación pero también algarabía; entre sus párrafos se filtran todo tipo de voces, comentarios a destiempo, extrañas disonancias, silencios incomodos y una que otra risa destemplada. Y es que el modelo de su filosofía no debe buscarse en los diálogos platónicos ni en los refinados clubes de debate de la Ivy League, sino en los atafagados vagones del metro de Nueva York, o en el bullicio ensordecedor del dinner judío de la segunda avenida que solía visitar con su amigo Harold Bloom para disfrutar de un jugoso e igualmente escandaloso pastrami de tres pisos.
Más bebop que música sinfónica, a Bernstein le encantaba ser anfitrión de los personajes mas variopintos; desde Sócrates hasta Judith Butler, pasando por sus queridos pragmatistas clásicos y más recientemente Freud y Spinoza. Pero lo suyo no era un despliegue de excentricidad, ni una necesidad de escandalizar, era simplemente su forma de ser: por eso disfrutaba tanto de su interacción con los estudiantes, de las conversaciones informales por los pasillos de la New School o de los innumerables viajes por el mundo que lo llevaron a extender sus lazos de amistad desde la Patagonia hasta Canadá, desde la antigua Yugoslavia hasta China y Japón. Por eso no era extraño verlo bailar tango en Buenos Aires con su adorada esposa Carol o acompañar una comparsa de Monos de Calenda en Oaxaca—su filosofía siempre estuvo afuera, en el aire libre, en la calle y en los parques, en la esfera de lo público en donde el pensamiento se construye entre muchos y en donde el bien común se antepone a los intereses individuales.
Desde su apoyo al Movimiento por los derechos civiles en los años 60 hasta sus más recientes reflexiones sobre el concepto de naturaleza y el cambio climático, Bernstein fue un intelectual comprometido con las causas de su tiempo, insistiendo siempre en la continuidad entre teoría y praxis, en la importancia de anclar el pensamiento en las vicisitudes de nuestra experiencia concreta.
Los puentes de Bernstein conectan pensadores y tradiciones distantes pero también regiones, sentimientos y experiencias, las vidas de todos los que han sido tocados por su obra y pensamiento. Un tejedor de relaciones: entre la filosofía analítica y la continental, entre el norte y el sur, entre disciplinas académicas distantes, entre el pasado, el presente y el futuro.
Sobre los árboles de los Adirondacks se oculta el sol de verano. Dick termina su cena en el jardín y sonriendo le dice a Carol, “Hoy ha sido un día perfecto”. Es la víspera del 4 de julio, se acerca la fiesta, los desfiles y los juegos pirotécnicos—Dick está listo para su última despedida.
Santiago Rey, filósofo colombiano, fue estudiante y asistente de investigación de Richard J. Bernstein varios años en la New School for Social Research de Nueva York.
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