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Cumbre de la OTAN en Madrid
Tribuna
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La ‘nueva’ OTAN vista desde Europa

La Alianza sale encantada de Madrid, pero la UE no puede decir lo mismo. Queda claro que los Veintisiete no se sienten suficientemente protegidos y que el objetivo de la autonomía estratégica queda lejos

Tribuna J. Villaverde 1 julio
Enrique Flores

La parafernalia que rodea a las cumbres de la Alianza Atlántica, y más aún si incluyen la aprobación de un nuevo Concepto Estratégico, tiende a provocar una exagerada expectativa de cambio histórico. Y así se está ya calificando la que ha convocado en Madrid a los 30 aliados en su trigésima cumbre, sin esperar a que el tiempo confirme o desmienta si lo que han aprobado merece ese calificativo.

Es cierto que la OTAN ha confirmado una vez más su adaptabilidad a los giros del escenario de seguridad internacional, con una envidiable capacidad de supervivencia en una permanente huida hacia adelante desde la implosión de la Unión Soviética. Así, ha sido capaz de transformarse en una organización de seguridad global —sin límites territoriales y con competencias autoasignadas en todo el espectro de amenazas convencionales e híbridas—, ampliando su perfil fundacional, que era el de una organización de defensa colectiva con un ámbito geográfico de actuación muy concreto (el Atlántico Norte). Pero eso no la ha librado de un notable deterioro y pérdida de protagonismo, hasta el punto de que hace tan solo un año el presidente francés diagnosticaba que estaba en “muerte cerebral”, mientras la entonces canciller alemana, Angela Merkel, concluía que Estados Unidos no era un “socio fiable”.

Conviene, sobre todo desde la perspectiva de una Unión Europea que dice aspirar a la autonomía estratégica, tener esos juicios en mente cuando ahora, gracias a un garrafal error de Vladímir Putin, se enfatiza que ha vuelto a recuperar su centralidad. Sin la invasión rusa de Ucrania, el perfil de la cumbre habría sido muy distinto, con China identificada como el foco principal de atención (o, mejor dicho, de contención), como resultado de la abierta presión estadounidense para alinear al resto de aliados en función de la prioridad establecida por Washington. Más allá de las palabras elegidas para definirla —rival, adversario, enemigo— China aparece hoy como el único actor realmente capacitado para desafiar la hegemonía estadounidense. Aunque es obvio que su propio modelo autoritario y sus aspiraciones hegemónicas afectan directamente a la seguridad europea, no está tan claro que para los Veintisiete esa sea hoy su máxima preocupación en clave de seguridad.

De ahí que, contando con que el papel lo aguanta todo, el octavo Concepto Estratégico aprobado desde 1949 haya procurado recoger un listado de temas que puedan servir para que todos tengan algo que presentar a sus respectivas audiencias como señal de su pretendida relevancia. Así, España puede decir que la genérica referencia a la defensa de la integridad territorial garantiza la cobertura de Ceuta y Melilla (aunque el artículo 6 del Tratado indica lo contrario); los europeos del Este ven reflejado el compromiso de atender a la agresividad de Rusia con el compromiso de pasar de la rotación de unidades y el preposicionamiento de material a establecer bases permanentes (aunque de momento solo sea el cuartel general de una gran unidad estadounidense en suelo polaco); los del Sur pueden anunciar que han logrado que haya menciones explícitas a las amenazas derivadas de la inquietante situación del Norte de África y el Sahel (aunque frente al terrorismo el balance en Afganistán, Irak o Libia no sea precisamente brillante); y unos y otros encontrarán más facilidad para defender ante sus opiniones públicas el incremento de los presupuestos de defensa en una dinámica que apunta inexorablemente a la vuelta a la política de bloques enfrentados.

En esa línea, Rusia —que hace tan solo 12 años era identificado como socio— ahora aparece como “la más significativa y directa amenaza” por violar las normas y principios que fundamentan el orden de seguridad europeo. El anuncio de que se puede llegar a los 300.000 efectivos desplegados en torno a Moscú nos retrotrae a una etapa de Guerra Fría que parecía definitivamente superada hace muy poco tiempo. Y de ahí solo cabe esperar un aumento de la tensión que puede lastrar aún más la salida de una crisis económica y una pandemia que ya están deteriorando seriamente nuestro nivel de bienestar y de seguridad.

La OTAN sale encantada de Madrid, pero la Unión Europea no puede decir lo mismo. Y la señal más clara de ello es la lectura que se extrae de la decisión de Finlandia y Suecia de sumarse a la organización. Cuando ese paso se haga efectivo, nos encontraremos con que 23 de los 27 miembros de la Unión lo serán también de la Alianza. De ese modo, la OTAN puede responder nuevamente a quienes critican su vigencia, argumentando que su utilidad es incuestionable cuando dos países históricamente neutrales y no alineados optan por buscar su protección frente a Rusia. Pero, visto desde Bruselas, queda claro que ninguno de esos dos países, miembros de la UE, sienten que el artículo 42.7 del Tratado de la Unión suponga una garantía de seguridad creíble. En otras palabras, lo que para una organización supone una magnífica noticia —que, de paso, refuerza la sumisión a un líder que aumenta también su peso como suministrador energético y armamentístico a sus aliados europeos—, para la otra supone si no un retroceso, sí al menos una ralentización de la Europa de la Defensa.

De hecho, las referencias a la colaboración entre la OTAN y la UE no hacen más que repetir mantras tan conocidos como vacíos de contenido real. Aunque también es verdad que el problema no deriva tanto de un intento de Washington por frenar a sus aliados europeos como de las diferencias internas entre estos últimos. Los europeístas, los atlantistas y los neutrales son incapaces de superar anacrónicas posturas nacionalistas y entender que la Europa de la Defensa no es el fin del vínculo trasatlántico, sino el paso necesario para dotarse de medios propios para defender los propios intereses, sin tener que depender necesariamente de Estados Unidos, contando con que siempre habrá espacio para colaborar cuando coincidan los intereses entre ambos lados del Atlántico.

Tampoco con respecto a los riesgos y amenazas del flanco Sur de la OTAN cabe deducir que las referencias que aparecen en el Concepto Estratégico supongan un salto significativo, salvo que nos queramos contentar con el mero hecho de que aparecen en el texto. En términos literales, lo único que se hace es dar cuenta de los problemas que plantea la zona; unos problemas que se arrastran como mínimo desde la última década del pasado siglo, cuando se definía la región, desde Mauritania hasta Afganistán, como un “arco de crisis” que demandaba atención. Sin embargo, no hay ninguna medida concreta que apunte hacia ese flanco, lo que hace pensar que, ante la creciente focalización que provoca el aventurerismo ruso, la apuesta no irá más allá de lanzar misiones de instrucción de fuerzas armadas locales y de asistencia técnica de unos ejércitos no especialmente sensibles a los valores y principios que decimos defender.

Con respecto a China, a la que se acusa de desafiar los “intereses, seguridad y valores” occidentales, lo que queda por ver es hasta qué punto será posible implicar a la Alianza sin menoscabar su papel en la defensa colectiva que tanto demandan los vecinos de Rusia. Una Rusia que forma parte de Europa y sin la cual es imposible establecer un orden de seguridad continental mínimamente sólido. Más problemas a la vista.

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