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Columna
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Esto sí es una crisis

Si la justicia deja de ser percibida como un equilibrio serio, la democracia se va al carajo

Ley del aborto EEUU
Protestas contra la derogación del derecho al aborto en Estados Unidos, frente al Tribunal Supremo en Washington, el 24 de junio.Valerie Plesch (Bloomberg)
David Trueba

Que Donald Trump iba en serio lo hemos empezado a comprender más tarde. La derogación de la ley del aborto nos muestra que ladrillo a ladrillo logró solidificar el Tribunal Supremo menos sensato de su historia. Pero no fue él quien colocó al juez Clarence Thomas, cuya esposa alentaba al golpe de Estado contra el Capitolio en aquel infausto Día de Reyes en que finalmente sería desalojado del poder. Existía una línea trazada desde el ámbito político desde décadas atrás. Ya sabíamos que no hay pureza posible ni tan siquiera en los cargos vitalicios del Supremo, pues toda inteligencia tiene su visión de las cosas, pero el sistema democrático es una traslación de los deseos de los ciudadanos hacia las instituciones, aunque en este caso una notable proporción del pueblo está en contra de la decisión tomada. Será bueno que los que han llegado a la conclusión de que el voto no cambia nada, esa especie de desalentados democráticos, un poquito narcisos, un poquito perezosos, recuperen el entusiasmo. Ante la manía de regir sobre la autonomía reproductiva de las mujeres, solo cabe que los hombres caigan en la cuenta de que jamás tolerarían que algo así se les impusiera a ellos y luchen solidariamente.

Después de más tres años de bloqueo de la renovación en el Consejo General del Poder Judicial, los españoles se preguntan con razón si sus tribunales superiores no están acaso también expuestos a la dominación política. Porque el bloqueo no ha permitido que las líneas de conexión entre el voto popular y las instituciones democráticas funcionen del modo en que fueron diseñadas. Es más, nuestro sistema está mejor escrito que el estadounidense, pero un partido ha decidido que ese Consejo permanezca petrificado durante toda la legislatura. Hasta ahora los avisos de la autoridad europea han sido excesivamente respetuosos. Tan solo acusamos un descenso de posiciones en la valoración internacional de nuestra democracia. Un descenso terco y vergonzante que podría provocar que los españoles se hagan preguntas incómodas, pese a que no son aficionados a ello. Preguntas que tienen que ver con el manejo político de lo que habría de ser un mecanismo de control del poder y no una prolongación del poder.

Durante esta legislatura hemos visto demasiado archivo de casos con ribete político, inacción frente a corrupción, guerra sucia parapolicial, y hasta el perjurio de altos responsables citados como testigos. Conviene recordar que el comisario José Manuel Villarejo fundó una asociación llamada Transparencia y Justicia para trabajar con jueces y fiscales en su labor oscura de años y una tal Asociación para la Transparencia y la Calidad Democrática presenta demandas constantemente contra Ada Colau para cercenar su carrera política con alguna imputación. Hemos visto largas tentativas de llevar a juicio a Podemos por tramas tan débiles que ni se lograron articular. Inhabilitar a un diputado por una patada sin huella y a otra destacada líder condenarla por insultar durante la protesta contra un desahucio como si lo único que permite la ley en tal circunstancia es cantar “Del barco de Chanquete no nos moverán”. Y ya no digamos la vista por la imaginaria patada de Íñigo Errejón a un señor o el paseíllo judicial contra humoristas, cantantes o procesionarios de la vagina de plástico. Si la justicia deja de ser percibida como un equilibrio serio, la democracia se va al carajo.

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