Fronteras de muerte
Los acuerdos de España con Marruecos incumben al cumplimiento estricto de los derechos humanos de los migrantes
La frontera de Melilla con Marruecos fue escenario el viernes de un episodio ignominioso. Al menos 23 migrantes, según los datos oficiales facilitados por Marruecos, murieron asfixiados, aplastados o como consecuencia de las heridas sufridas en un intento de salto de la valla fronteriza en el que participaron unos 1.700 migrantes; 133 de ellos lograron cruzar la frontera y el resto quedó atrapado en una ratonera. Las imágenes grabadas y transmitidas por ONG humanitarias que trabajan en la zona, algunas de las cuales elevan la cifra de muertos, permiten concluir que algunos jóvenes agonizaron sin que nadie les socorriera ni les proporcionara una atención sanitaria que tal vez hubiera podido salvarles la vida.
Por mucho que las fronteras sean inviolables y que la obligación de las fuerzas de seguridad de uno y otro lado sea evitar penetraciones masivas, hemos asistido a una flagrante y cruel vulneración de los derechos humanos. Un mínimo principio de humanidad debería poder evitar situaciones tan desgarradoras como la forma en que quedaron atrapadas decenas de personas en una avalancha mortal y cómo fueron tratadas después. Aquellos seres humanos amontonados en el suelo en un amasijo no se sabe de cuántos heridos o cadáveres componen una escena insoportable.
Se trata del episodio más cruento y con mayor número de víctimas de cuantos se han producido hasta ahora para entrar en España por Ceuta o Melilla. Al menos de los que hay constancia. El anterior más trágico, con 15 personas muertas, se produjo en 2014 en la zona de El Tarajal de Ceuta, cuando agentes de la Guardia Civil dispararon pelotas de goma y gases lacrimógenos contra un grupo de migrantes que intentaba entrar nadando. La causa abierta por esta actuación ha sido recientemente archivada, pero no se ha apagado la convicción de que muchas de esas muertes podrían haberse evitado. Lo ocurrido el viernes exige una investigación supervisada por organismos internacionales. Es difícil de gestionar una entrada masiva, una avalancha humana así, pero la actuación policial, con uso de gases lacrimógenos, golpes de porra, lanzamiento de piedras y desatención sanitaria contra migrantes heridos y sumamente debilitados tras días sin comer pudo agravar las consecuencias.
El presidente Pedro Sánchez se precipitó el viernes, cuando solo se habían reportado oficialmente cinco muertos, al elogiar la actuación de las fuerzas policiales de Marruecos, y se equivocó el sábado al insistir en esos elogios, cuando ya se habían visto imágenes que ponían en cuestión la forma en que se produjo la operación y el tratamiento posterior de los detenidos heridos. A nadie se le escapa que era la primera vez —tras la crisis diplomática primero y el acuerdo después— que el país vecino tenía ocasión de demostrar que cumple con su compromiso de custodiar su frontera e impedir el acceso masivo a las españolas de Ceuta y Melilla. Tras el tenso pulso al que lo ha sometido Marruecos, el Gobierno ha logrado recomponer unas relaciones bilaterales esenciales para España. Pero el Ejecutivo de Sánchez no puede ignorar la forma en que se cumple el acuerdo cuando existen indicios de vulneración grave de los derechos humanos. Los pactos tienen precio, pero algunos no se pueden pagar.
Estamos además ante una situación que no dejará de repetirse. Los efectos del cambio climático sobre las cosechas de muchos países y la interrupción del suministro de grano a causa de la guerra de Ucrania están colocando a millones de subsaharianos en una situación desesperada que aumentará sin duda los flujos migratorios hacia el norte. La pasada semana publicábamos en EL PAÍS una alerta de Bruselas sobre migraciones masivas desde el norte de África por una “hambruna catastrófica”. La tragedia del viernes ha de servir para exigir la habilitación de los mecanismos transnacionales que sean necesarios para impedir que vuelva a repetirse.
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